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El Gato de Tiffany
domingo, agosto 29, 2004 |
Ninguna película de todas las que he visto hasta ahora me ha hecho llorar. Nada de lo que presenten en la pantalla me conmueve. Ni el cine hindú, ni la maquinaria hollywoodense, ni la película de Björk ("Dancer In the Dark", que más bien me removió el estómago de angustia) pudieron arrancarme una sóla lágrima. Mi récord permanecía intacto, hasta que fue quebrantado por una escena cumbre, pero no trágica: fue la primera vez que vi "Breakfast at Tiffany's" (Blake Edwards, 1961).
La protagonista, Holly Golightly (interpretada por mi heroína Audrey Hepburn), pertenece a esa raza de chicas intrépidas, insomnes, divertidas y muy positivas que pueblan las películas de mi héroe Almodóvar. Aparte de ser hermosa y lucir radiante hasta para dormir, Holly se enamora de un mancebo rubio y apetitoso, un escritor fracasado, interpretado por George Peppard en su etapa juvenil (mención aparte merece la gran erección que me produjo la encantadora sonrisa de George, su redondo trasero y su físico impresionante me hicieron masturbarme en la sala de mi casa mientras veía la escena donde aparece con el torso desnudo bajo las sábanas de Holly).
En la escena final de la película (OJO: SPOILERS) Holly Golightly se va en un taxi rumbo a Brasil, huyendo de la justicia al ser sospechosa de pertenecer a una red internacional de comercialización de drogas. George la persigue y consigue entrar al taxi. Empieza una lluvia torrencial. Él, desesperado, le confiesa su amor. Ella, desolada, no reacciona como es debido, y en vez de cambiar sus planes, toma a su gato (su mascota, un gato callejero sin nombre), le pide al chofer que se detenga, y abandona al animal en medio de la calle. George le recrimina su acción, y se baja a buscar, en medio de la lluvia, al gato perdido. Luego de unos eternos instantes, Holly detiene el taxi y también lo acompaña, ahora llorosa en su búsqueda. "Gato! Dónde estás gato?" grita Holly con angustia, y es que el hecho de no haberle dado siquiera un nombre la acongoja más.
Ambos, exhaustos, llegan a un callejón, cansados de buscar y con las esperanzas perdidas. Comienza la discusión. Es demasiado para Holly (yo en su lugar me hubiese desmayado). Pero allí, en medio de los botes de basura, un ronroneo acompaña al gato que asoma, triste, su cabeza desde una caja vacía. Holly corre a su encuentro y abraza al gato. George, conmovido, besa a Holly en los labios por primera vez y esta le corresponde, mientras el gato, entre los dos, observa inmóvil la pasión de sus amos entre el estruendo de la lluvia y la palabra FIN que acompaña al logo de la Paramount.
Pastiche romántico muy conmovedor, pero que ocasionaron las lágrimas y el hipo convulsionado del que escribe. Las escenas de Audrey Hepburn bañada en lágrimas y empapada por la inmisericorde lluvia, gritando, buscando a su gato sin nombre, sobresaltaron mi corazón. Al borde de mi asiento me dije "no, el gato no, no puede perderse el gato...". Más allá de mi conciencia ecológica, comprendí que ese gato sin nombre, solitario, extremadamente callado y triste, era YO. Yo, al que nadie quería, al que siempre dejan botado en cualquier esquina, yo que siempre espero, bajo el frío y la llovizna (que no lluvia) los desplantes de mis contínuas citas a ciegas.
¿Por qué lloré? Porque ese gato, aparte de interpretar con maestría MI papel, representaba el fin que yo, desgraciadamente, nunca podré tener: un final felíz. Aún hoy, por morbosidad, vuelvo a ver la película y a reírme de las réplicas musicales por cortesía de Audrey Hepburn, vuelvo a imaginarme a George Peppard desnudo, en la cama de sábanas grises, con sus tetillas perfectas y erectas, mientras yo me acerco y se la chupo, enérgicamente, saboreando la suavidad de su piel blaquísima y su líquido preseminal... para terminar llorando a mares en la escena final del gato perdido en el basural. Me gustaría saber si a alguien más le ocurre lo mismo.
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