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Algo para contar...
lunes, enero 10, 2005 |
El viernes por la mañana, entre tantas epístolas insustanciales, hallé algo curioso en mi bandeja de entrada: un e-mail enviado por alguien que decía haber estudiado en mi misma facultad. Fer, que así se llamaba el autor de la misiva, me contaba lo mucho que le había gustado leerme, y que además le gustaría conocerme para intercambiar opiniones, pues él había partido a estudiar fotografía de modas a Italia y estaba de paso por Lima. Todo me sonaba demasiado familiar, recordaba haber conocido sólo de vista a un chico de mi facultad que reunía las mismas características descritas, y la posibilidad de encontrarme en un error era de cero absoluto. Tenía que ser él. Y despertó mi curiosidad, no precisamente por él, pues pese a ser simpático, ya desde los tiempos de la facultad no me atraía sexualmente, sino porque prometía mostrarme su book de fotos de la escuela italiana donde estudiaba, y también porque accedió, en un gesto amable, a prestarme unos CDs que se trajo consigo, entre ellos el soundtrack de la última película de Wong Kar Wai.
De modo que hice algo que no acostumbro hacer: darle mi teléfono. No tenía nada qué perder, después de todo siempre es interesante conocer gente que viene de Europa y después ser absorbido por la envidia a los que tuvieron más suerte (y huevos) que uno mismo. Tampoco tuve que esperar mucho para conocerlo: me llamó alrededor de las 8 de la noche, invitándome a tomar un helado. Accedí de inmediato movido por el hecho de que vivía cerca de mi casa, y porque no habia absolutamente nada qué ver en la televisión. Llegó a recojerme con diez minutos de retraso (la gente interesante siempre debe hacerse esperar, la impuntualidad es un recurso esencialmente chic, en palabras de Nicole Ritchie) y ya desde la puerta del taxi, visualicé a Fer como un ser fascinante: vestía una camiseta rosada de "Michael Jackson - Thriller" (fascinante uso del pop en una prenda tan común) y un abrigo blanco estampado con dibujitos de miles de lentes de sol negros, repartidos como lunares, sobre la tela, y por doquier.
Bajamos en pleno corazón de Miraflores y Fer sugirió ir al "Café-Café". Accedí movido por la tentación de volver a ver al adorable mesero de aquél bar de tertulias cosmopolitas. Caminamos por el Parque Kennedy y disfruté la sensación de frescura que me invade cuando la gente me observa con ojos desubicados. En este caso, el populórum nos miraba como si fuésemos un par de marcianos. El atuendo kitsch de Fer no iba nada mal junto a la camiseta color naranja eléctrico que decidí ponerme, parecíamos un par de chicos salidos de algún bar londinense de los años ochenta. Elegimos una de las mesas de afuera para digerir aún más las miradas del público y, bendita mala suerte, no fuimos atendidos por el mesero adorable, sino por una negrita con un cabello muy a lo Lenny Kravitz, que nos saludó con cariño porque conocía a Fer desde hacía años. A Fer le brillaron los ojos cuando propuso cambiar los helados por un par de tragos, y comprendí que necesitaba algo de alcohol. De modo que ordené un vodka con naranja, y él pidió un martini.
Fer no paraba de hablarme acerca de su experiencia europea. Yo conversaba con él animadamente, sintiendo que éramos amigos de toda la vida. Como dije anteriormente, pocas veces sucede que conozco a alguien que parece cortado con las mismas tijeras con las que me cortaron a mí. Sacó de su bolso sus sendos books de fotos, y no pude evitar odiar un poquito su talento: las fotos (y los modelos-clones de Justin Timberlake) eran sencillamente impresionantes. Sonaba muy desarrapado felicitarle por cada foto que veía, así que opté por quedarme callado y dejar que mis ojos brillaran más de lo normal, cosa que él comprendió al instante, además de sentirse halagado.
La charla se detuvo cuando ante nuestros ojos pasaron tres hombres de mediana edad, extranjeros, que fueron a sentarse en la mesa de al lado. Fer percibió en el acto mi turbación, y no me quedó otra opción que contarle la historia que a mí mismo me parecía inverosímil. Uno de los tres extranjeros que acabábamos de ver era nada menos que Otto, con quien tuve sexo virtual hace aproximadamente 6 meses. El sujeto en cuestión prometió venir a Lima a visitarme, pero nunca imaginé encontrármelo en persona por primera vez, sin que me hubiese anunciado antes que vendría. Por si fuera poco, uno de los que acompañaban a Otto era su novio, al cual reconocí por las fotos que me enviaba. Desconocía quién era el tercero: era un cuarentón de gafas y cabello negro y estaba, de lejos, muchísimo mejor que Otto y que su novio.
Empecé a temblar. Fer me samaqueó y estuvo a punto de darme un par de bofetadas para que superase el shock. Este tipo de encuentros imprevistos siempre me causan una ansiedad desbordante, pero Fer insistía en que los fuese a saludar. Yo prefería cagarme en mi asiento antes de ir a su mesa y presentarme. No obstante, Otto me miraba con insistencia: me había reconocido. Quien también me comía con la mirada era su amigo precioso de cabello negro, así que al menos no tendría nada qué perder.
Fer: Anda a saludarlos, carajo, no seas tímido.
Cyan: No puedo, Fer. Me cago vivo. Me meo.
Fer: Vamos, anímate. Así, al menos, tendrás algo para contar en el blog...
Tenía razón. Pagamos la cuenta, Fer se despidió de la mesera-Lenny Kravitz y nos dirigimos hacia la mesa de los tres extranjeros que, de lejos, habían notado que nos acercábamos a ellos. Llevé a cabo mi magistral interpretación de hacerme el sorprendido. Iba mirando hacia todos lados, en plan Alicia Silverstone, cuando de repente observo a Otto y me llevo las manos a la cabeza.
Cyan: Oh my gosh!!!! What the hell are you doin' here??? (y carcajada nominada al Oscar).
Otto me examinaba como quien observa una Playgirl. Y ni qué decir de los otros tres. Les presenté a Fer, quien empezaba a mostrar su incomodidad. Por primera vez en mi vida me sentí un trozo de carne. Ahí estaban los tres viejos verdes, elegantísimos, pero sin poder ocultar que por dentro babeaban y sus penes se erectaban por nosotros. Otto me contaba sus planes de quedarse 3 meses en Lima, pero yo no le hacía caso: miraba al cuarentón de cabello negro que parecía un lord inglés y que sonreía sin parar con sus ojillos pícaros tras sus gafas Gucci, haciendo relucir descaradamente sus deseos de llevarme a la cama de inmediato. Obviamente, yo también quería degustar cuanto antes aquél semental europeo, pero decidí ser prudente. Como decía Alicia Silverstone, una siempre debe parecer una señorita de su casa. Esto me lo dijo Fer al oído y tuve que aplacar una risotada. Le prometí a Otto que le mandaría mi número de celular a su e-mail (lamenté en el alma no tener una de esas tarjetitas personales, que me hubiesen hecho quedar como todo un caballero) y nos despedimos, no sin que antes de irnos, el lord inglés de cabello negro me lanzara un guiño.
De vuelta hacia la avenida Diagonal, Fer me echaba aire con ambas manos, pues yo estaba a punto de desmayarme. Allí mismo me dí cuenta del error garrafal que cometí: no se me ocurrió preguntarles muy caletamente qué iban a hacer después, para dar pie a que el lord inglés sugiriese "darnos una vuelta". Pero tampoco podía abandonar a Fer, que fue tan lindo conmigo y que no dejaba de sentirse asqueado por haber sido presa de los bajos instintos de los 3 viejos verdes. Yo le sonreí y le dije que ya habría oportunidad de desquitarnos. Fer propuso ir a visitar a su amiga, que vivía a unas pocas cuadras de donde nos encontrábamos. Y accedí, sin saber que horas después, la cosa más contra natura y sui generis del mundo estaba por sucederme.
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