La depression II
martes, enero 04, 2005

Cuando pasé mi primer año nuevo junto a Akio (el encantador y heterosexual chico nikkei del cual estuve enamorado perdidamente y hasta el tuétano), comprendí que aquella celebración se convirtió el mejor de mi vida por una simple razón: después de la cuenta regresiva, como a todos los presentes, Akio me abrazó. Fue el primer contacto físico que tuve con él además del acostumbrado apretón de manos. Toda mi vida se resumió en ese simple abrazo, al poder estar unido, fusionado con él al menos por dos segundos, tratando de alargar el éxtasis que sin embargo acababa más rápido de lo imaginado. Mi mente vio una cosa clara: habría de vivir todos los años esperando el momento justo en que Akio se abalanzara a mis brazos en un tierno gesto de camaradería, siempre el 31 de diciembre por la noche. En resúmen, 364 días esperando un contacto físico con el ser amado.

La costumbre se volvió una consigna: pasar el año nuevo junto a él sólo para recibir aquél abrazo. Posteriormente, cuando comprendí que nunca tendría el valor para seducir a Akio, por muy heterosexual que él fuese, la consigna se convirtió en costumbre: pasaba el Año Nuevo en las fiestas nikkeis porque apreciaba a mis amigos, ya no tanto por Akio, aunque el abracito siguió dándose, religiosamente, hacia la medianoche.

Si me preguntan por qué me enamoré de Akio, ni yo mismo podría elaborar una respuesta acertada. Puede ser por su cabello negro, puede ser su nariz minúscula, o aquella voz que cuando entona estrofas de canciones japonesas de la post-guerra hacen que me derrita y me vaya por la coladera, como en el filme francés "Amelie". Es más, podría pasarme horas comparando mi destino con el de Amelie Poulain, pero tampoco es mi intención irme por las ramas. Siempre me he enamorado de chicos que a simple vista no tienen nada de interesante, y Akio físicamente lo proyectaba: solía vestirse con una camiseta regalada, de publicidad de anuncios (la que más acostumbraba a usar era una roja de JVC u otra azul de Telefónica) y pantalones blancos con bolsillos en las piernas, algo que muchos siguen usando sin percatarse que pasaron de moda hace más deun lustro.

Este año, sin embargo, estaba yo en el AOP, aburriéndome en la fiesta de año nuevo por no haber podido ir a la playa con Toshiro y compañía. La maldita orquesta que contrataron emitía tonadas horrendas, de feria, de pollada, de fiesta patronal, y la gente se abalanzaba hasta la pista de baile en movimientos escalofriantes, botella en mano. Mientras tanto yo, embutido en mi camisa Springfield, mirando cómo el resto bebía sin asco cerveza del mismo vaso, me conformaba con analizar el panorama nikkei: chicos con barriga, chicos con enamorada, chicos con peinado hongo, y uno que otro gay declarado que pretendía ser fashion pero que no pasaba de ser una triste imitación de The Yellow Monkey en plan travesti.

Alrededor de las 3 de la mañana, después de haber bailado tan sólo una pieza ("Disco Samba", que me hizo recordar mi niñez) y añorando que la banda tocara alguna de Stereolab (qué iluso), me llamó la atención un muchacho que saludaba efusivamente de mesa en mesa. Era alto, de pelo negro, se perfilaba en un físico envidiable. Cuando dio la vuelta, sufrí una alucinación porque el resto de la gente desapareció y me quedé solo con él: era Akio. Pero un Akio reloaded o presa de un efectivo fashion emergency. Vestía una camisa a rayas bastante ceñida al torso, a la que había desabrochado dos botones, dejando al descubierto unos biceps que nunca le ví anteriormente, además de un vello casi inexistente, pero palpable. Su eterno peinado de champignon lo cambió por un desflecado con raya al centro, muy moderno. Y lo más importante: pantalón de cuero negro (!).

Empecé a temblar: Akio se acercaba a mi mesa. Las chicas lo miraban como se mira a un anuncio de Calvin Klein Underwear, y no era para menos. Por su parte, Akio disfrutaba cada momento de su desfile: sonreía a todos, derrochaba carisma y self steem. Parecía una estrella de cine. El asian hunk llegó pronto a mi mesa. Mientras saludaba al resto de mis amigos, yo recordaba las malas noches de insomnio pensando en él, los largos días llorando por él, los infinitos periodos conversando con él, amigablemente, cara a cara, y yo muriendo por dentro con el sólo deseo de tocarlo, de saborear aquella piel sonrosada.

Akio llegó hacia mí. ¡Cyan! gritó con cariño sincero. ¡Feliz Año, huevonazo! Y repitiendo la hazaña de años anteriores me abrazó. Yo me dejé caer entre esos brazos de ensueño, mis manos tocaron su cuello, sus orejas, y parte de su cabello. Fingí soltarme para pasar mis dedos por su pecho, rogando para que no lo notase y no lo notó: tenía que seguir felicitando a la gente, no podía quedarse conmigo para toda la vida. Y pensando en eso me retiré al baño, me encerré en un excusado y lloré por seguir enamorándome de chicos heterosexuales, por posar mis ojos en quien no me corresponde, por ser gay y no poder ser una chica atractiva que pueda ser poseída por él, que aún era virgen. A las 6 de la mañana dejé de oír música en el salón, salí del baño con unas ojeras kilométricas y me dirigí, caminando como un zombie, a mi casa, que estaba a unas cuadras de allí. El 1º de enero por la mañana, aún lloraba cuando me eché a dormir.

Posteado por Cyan a las 2:57 p. m.
 
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