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All about Mr. Dick
jueves, diciembre 30, 2004 |
Hasta la fecha, uno de los más grandes misterios en la interminable historia de mi tempestuosa existencia ha sido el tema del falo masculino. Cuando la gente me pregunta por qué soy gay, siempre me gusta responderles que adoro el físico, el cabello, las cejas y la mirada de un hombre, sea viril o no, lo cual depende del estado emocional en que me encuentre (está demás decir que tormentos como Pertur o Toshiro distan de poseer la masculinidad de un semental prototipo). Por otro lado, lo que nunca le digo a la gente que me viene con tan singular pregunta, es que me gusta el pene. Podría obviar una sesión salvaje de sexo anal por sólo tener un pene en mi cavidad bucal, y recorrer con mi lengua los pliegues y la forma de aquella maravilla de la creación, porque la verga es un fin en sí misma, es el estado concéntrico del mundo, del universo, the world spins around it. Nadie se cansa ni se cansará nunca de hablar sobre el tema, por más freudiana que sea la fijación padecida por millones de personas.
Cuando voy por la calle, intento a emular a Cecilia Roth en la primera escena de "Laberinto de Pasiones", de Almodóvar. Y es que no existe nada que más me llame la atención que caminar atento a los "paquetes" ajenos. Las braguetas de los transeúntes guardan muchos secretos: algunos permanecen indiferentes cuando ven pasar una chica voluptuosa, otros se despiertan formando un considerable bulto, otros ya estaban abultados desde hace rato, y existen los que están en noventa grados las 24 horas del día. Eso es lo que me pasaba cuando estaba en el gimnasio: dejé de ir porque mi buzo no ocultaba la montaña que se me levantaba cuando algún rubilindo de turno hacía pesas junto a mí o utilizaba el aparato para endurar las nalgas y me mostraba la grandeza de su trasero en forma de melocotón.
Lo de la contemplación de "paquetes" en plena vía pública tiene sus consecuencias favorables: es una de las claves principales del ligue callejero. No hay mejor cosa que demostrarle a un hombre que ves pasar por la calle cuánto te gusta, sin dejar de mirar su entrepierna. Según la técnica, previamente hay que hacer contacto visual, luego centrar la vista en la pelvis, aunque bien puede obviarse el primer paso si uno está desesperado de tener que contar ovejitas cuando el placer reclama. Confieso que jamás me ha pasado, pero sigo perseverando, y tratando de olvidar aquella vez cuando huí despavorido, al percatarme de que, en la calle, quien había posado los ojos en mí era un clon de Melcochita.
La vez pasada, durante una conversación por MSN, le dije a uno de mis fans (cuando tu blog tiene éxito tienes que publicitarlo y además, alardear de ello) que lo primero que hago cuando un hombre se pone a mi merced, luego de sacarle la camisa y hacerle honores a su abdómen, es bajarle el calzoncillo y contemplar aquella erección que lucha por ser liberada. Disfruto de los mágicos minutos previos a soltar a la verga de su jaula, de bajar la truza y mirar con delicia al pene saltando, erectísimo, apuntando hacia mí, vibrando, rojísimo e invitándome a saborearlo. "Podría pasarme horas observando el falo erecto de un hombre, sin tocarlo, sólo por el morbo que eso implica" le dije a mi fan, que dicho sea de paso era mujer, y nunca antes había dicho algo tan en serio.
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