La aridez de los brazos de Morfeo
lunes, diciembre 20, 2004

Para que el lector (o visitante, estos términos son bastante nuevos para la literatura online) pueda entender en toda su grandeza la magnitud de mi desgracia, tendré que empezar sometiendo este relato hacia los terrenos de la experiencia extrasensorial. Así pues, todo aquél que desee entenderme, no tendrá más que despojarse de cualquier situación espacio-temporal y seguir linealmente la narración que empieza en el próximo párrafo.

Ahora bien. Me encontraba saliendo de la academia de francés (como todas las mañanas) y opté por dirigirme a la casa de mi tía, la cual queda a unas pocas cuadras, para recoger unas cosas que mi madre le había enviado para mí, léase regalos navideños por adelantado. El envío llegó desde hace unos días, pero justamente tuve que esperar hasta hoy para poder ir, ahorrándome un viaje en vano y matando dos pájaros de un tiro. También olvidé mencionar que la casa de mi tía está situada muy cerca de la de Pertur. Inclusive, allá por la época en la cual lo veía todos los días, había hurdido un plan para ir a la casa de mi tía todos los días y de paso, acompañar a mi amado a su casa.

De modo que cuando estuve caminando, a paso rápido, me preguntaba qué habría sido de la vida de Pertur. Aquellas calles me resultaban tan familiares desde niño, en los días en que acostumbraba ir a visitar a mi tía y a jugar con mis primos (una historia igualmente digna de contarse), pero ahora todo me recordaba a él: el aire, las veredas, los matorrales, el olor. Pensaba que él hacía ese mismo trayecto todos los días de su vida, y veía y olía las mismas cosas que yo. Y de repente, lo ví: caminando como un rayo con su gastada mochila negra a la espalda, Pertur venía irremediablemente hacia mí, con su andar de ensueño, dejando una estela de polvo estrellado tras de sí. Fue recién cuando palpé mis mejillas que descubrí que estaba llorando, tal vez de alegría, al comprender que ese niño era, a pesar de haberlo visto pocas veces, tal vez la persona que más había amado en este mundo.

En ese momento mi cuerpo empezó a actuar por sí solo, animado quizás porque al fin encontró la razón que le hacía falta para vivir. Aceleré el paso, lo alcancé, lo saludé, se sorprendió, me sonrió, y hasta me cuasi abrazó. Con aquellos ojos que reflejaban el infinito del cielo, me contó que la universidad se le estaba haciendo tan pesada que tuvo que tomar unas asesorías extras en las mañanas, y a punto de perder el ciclo, optó por dejar el francés. Lo que siguió a continuación fue demasiado etéreo como para ser verdad: perdí el rumbo de mi destino, lo acompañé, hasta que llegamos a la puerta de su casa, la puerta que muchas veces, de día o de noche, había observado con el corazón oprimido. Me volví un cadáver cuando me invitó a pasar.

Arrastrando los pies, como zombi, presa de un pánico terrible, recorrí las paredes, las alfombras, los muebles de su casa, que concordaban con la imágen que noche tras noche intentaba fabricarme: todo olía a él, y empecé a amar cada centímetro de espacio, cada cosa que le pertenecía. Pertur tenía otro semblante, muy distinto al que proyectaba en clase, más ameno y ¿alegre?, pero también un poco nervioso. Me explicó que estábamos solos porque todos habían salido. Yo me quedé embobado mirando los adornos de la sala. Luego miré atrás y mi amado había desaparecido. ¿Adónde se metió? Lo llamé, y nadie respondió. No sentí miedo, sino una extraña fascinación con lo acontecido. De pronto dejé escapar un grito porque alguien me tomó por detrás, cogiéndome con violencia. Me aterré al pensar que podía ser un ladrón, un maleante, pero no: el olor era demasiado familiar. Con un zarpaso, me dieron vuelta y me estamparon un beso húmedo, ansioso: entrecerré los ojos y era él, besándome como si se fuera a acabar el universo.

Fue la gota que derramó el vaso. Si había ido directo al grano, entonces yo también iría al grano, y en menor tiempo que su atrevimiento (y valor) le permitieron propasar. Sentí la erección más dura que nunca imaginé, tomé su trasero con ambas manos y lo cargué en peso: su cuerpo era muy liviano, casi un ser antimateria. Él entrecruzó las piernas alrededor de mí, y yo di algunos pasos con él encima. Los besos aumentaron de temperatura y ya no eran besos sino mordidas, la boca empezó a dolerme de tanto besarlo. Pertur se soltó y descansó los pies sobre la alfombra. El silencio que hizo al caer y sus medias blancas me informaron que se había quitado los zapatos.

Lo tiré contra el mueble, con una inexplicable violencia. Con mis dientes mordisquée su polo azul, intentando sacárselo, pero no quiso ceder, de modo que con ambas manos tuve que romperlo en dos. Salió a relucir una piel blanquesina e increíblemente suave, su olor parecía contagiarlo todo, y empezé a lamer y a morder aquella piel, como si se tratara de un gran helado de vainilla. Su espalda, su pecho nínfulo, sus tetillas, su cuello, su abdómen, eran de una consistencia onírica, y cuando le bajé el pantalón y el calzoncillo a la vez no pude desvestirme siquiera: como una cruda violación, sólo atiné a bajarme la bragueta y a penetrar en un sólo impulso aquél botón cerrado, escondido tras sus nalgas de melocotón y de una tonalidad rosada, irreal.

Cuando mi pene ya luchaba por abrirse camino, yo también sentí dolor, al chocarse contra una superficie seca, una especie de desgarre me hizo estallar los tejidos fálicos en carne viva, pero pareció no importarme, continué penetrándolo con ferocidad, sintiendo que aquél callejón se ensanchaba y humedecía a cada toma de impulso, me preguntaba el orígen de aquella humedad: era acaso mi propio líquido pre-seminal o eran ¿heces? ¿acaso sangre? Y ni por eso me detuve, en menos de dos minutos había encontrado el significado mismo de la creación, el placer primigenio, los secretos de la vida misma, un pangea sin límites de infinito goce. Pertur gritaba, lloraba, y se revolvía entre los cojines: se estaba quedando ronco, su voz de niño en sufrimiento me taladraba la conciencia, pero aún en aquél llanto inconsolable pude encontrar una pizca de placer. No podía creerlo: le gustaba lo que le hacía, y sus jadeos y su pene erecto, vibrante, goteado sobre el mueble, me indicaban que no quería que me detuviera.

Era demasiado: la extrema suavidad de su piel, mi pene entrando y saliendo de un hoyo cada vez más húmedo y estrecho, la felicidad consumada... ya no pude soportarlo. Mis piernas sobre sus piernas, mi piel contra su piel, mi pubis contra sus nalgas, mis manos acariciando sus tetillas erectas como agujas, finalmente me rendí a gritos ante el maremoto del orgasmo por venir, y fue tan grande que un abismo de blancura terrenal me hizo volver irremediablemente a la triste realidad: el reloj marcaba las 5:45 de la mañana, y me encontraba sudando, sin aliento y con la boca seca, sobre mi cama desecha, mientras mi erección se emergía bajo las sábanas como una risible carpa de boy scouts.

Maldita sea, por todos los santos de mierda: otro sueño, había sido otro sueño para terminar de cagar mi aún inestable situación de eterno vaivén. Pero no había sido un sueño sin fundamento: en medio de la tormenta sosegada, cual náufrago, me incorporé a retomar el aliento y pensar, con lágrimas en los ojos, que mi cuerpo me seguía pidiendo lo mismo que me pedía hace meses atrás: Pertur, Pertur y Pertur hasta el infinito. Saboreando la sal de mis lágrimas comprendí que por más Toshiros y Sebas y Hiros que la vida me otorgue, tarde o temprano teminaré deseándolo, consumiéndome, sin poder dormir ni existir. Ya entendí la magnitud de lo acontecido: tiene que ser Pertur. Adonde sea y como sea. Allá donde estés, Pertur, tengo un mensaje para tí: con sólo tu dedo meñique puedes regir el rumbo de mi destino. Feliz Navidad, y así no me desees, así me repudies, así me esté volviendo loco y me tome todas las pastillas del mundo, así tenga que violarte en un callejón inmundo, tienes que ser mío.

Posteado por Cyan a las 4:37 p. m.
 
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