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Quizás el problema sea yo
sábado, noviembre 27, 2004 |
Salí de mi casa muy contrariado, pues se me había hecho tarde y la impuntualidad es una de las cosas que más detesto en los demás,pero sobretodo en mí. Caminando hacia la esquina de mi casa, venían caminando hacia mí un señor obeso de la mano de una niña. Mi racha de mal humor se inició cuando empecé a odiar a la niña, tan sólo con verla. No sé qué es lo que pasa por la cabeza de los padres cuando atavían a sus hijas con vestiditos blancos, mediecitas blancas, zapatitos blancos y adornitos de cintas para el cabello también blancos, como una especie de ángeles francamente idiotas. Este tipo de moda infantil me exaspera, si la pobre niña hubiese tenido una vela, estaría lista para hacer su primera comunión. Pero ella no tenía la culpa. La culpa la tenía su acriollado padre, uno de esos hombres que a primera vista parecen esos seres detestables, que lo único que saben en la vida es jugar al fútbol, hablar de fútbol, ver fútbol, leer periódicos de fútbol y comprar libros de fútbol.
Al pasar junto a ella, opté por ignorar a la niña para no transmitirle un inusitado mal de ojo. No obstante, pude comprobar que ella me miraba como si fuese un marciano o un fantasma (se me vino a la mente la película coreana “El Ojo”). La muy ladina no reparó en decirle a su padre, muy bajito, una frasecita que yo alcancé a escuchar:
-Mira papi, ese chico lleva cartera.
No tuve tiempo ni ganas para mandarla a volar, sólo opté por ignorarla y pensar para mis adentros: “No una es cartera, niña imbécil, es un morral marca Gap de cuero auténtico que me costó 70 dólares y que un amigo me trajo de Nueva York, nadie más lo tiene en Lima, y si piensas que es una cartera, es producto de la mierda que tu padre criollo y futbolista te ha programado en el cerebro y te hace incapaz de contemplar otras propuestas”. Para finalizar la racha de mala suerte que me persigue y me perseguirá hasta el fin de mis días, comprobé que no había traído suficiente dinero en efectivo y era imprescindible pasar por un cajero. Opté por la alternativa más fácil: ya no iría en taxi, sino en micro, después de todo las combis asesinas corren más que los espabilados taxistas.
Detuve un Daewoo. Ni bien subo, me siento atrás de una señora acompañada de su pequeño que usa overall de jean azul con un estampado de Sponge Bob. El niño me mira con insistencia apenas ocupo mi lugar. Definitivamente, los niños se la tienen pegada conmigo. El niño le susurra a su madre:
-Mira mamá, ese chico parece uno de los Erreway…
A este niño no lo odié, porque aquella expresión me hizo esbozar una sonrisa. Lo tomé por un cumplido. Después de todo, el que a uno le digan que se parece a un metrosexual adolescente es toda una hazaña. Hasta que de repente, sube otro chico. No era blanco como me gustan, sino un poco trigueño, pero de rasgos finos. Vestía pantalón de vestir, camisa y zapatos negros. Muy elegante, el negro es definitivamente un color muy chic. Sin embargo, muy aparte de su vestimenta, el chico era bastante atractivo. Sus cejas gruesísimas otorgaban sensualidad a su mirada. No pasó mucho tiempo para darme cuenta que el chico me examinaba por el espejo retrovisor del chofer.
Ocurrió lo que siempre pasa: ni bien alguien se interesa por mí, soy incapaz de seguirle el flirteo. Mientras el chico seguía sin despegarme la vista de encima, yo reposé mis ojos en los suyos durante varios momentos, y comprobé que no era pura casualidad: yo le gustaba. Para variar, esta vez tampoco hice nada. En estos casos suele agarrarme un nerviosismo precoz en la boca del estómago, y ni siquiera atino a seguir su mirada. Y como ya iba a bajarme, tampoco le pregunté la hora. Bajé del micro con el corazón en la mano, palpitando, preguntándome por qué nunca hago absolutamente nada en estos casos. ¿Acaso tengo miedo? ¿Qué es lo que me hace falta? ¿Valor, inspiración, huevos? Estuve sacando la conclusión de que tal vez no sea el mundo el que está en mi contra, sino yo. Quizás el problema sea yo. Y por el momento, seguiré sin tener novio hasta que no deje de ahuyentar a todo aquellos que me desean.
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