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Kotoshi no sabishii no matsuri
lunes, noviembre 15, 2004 |
El fin de semana que pasó pude constatar el grave estado de salud mental en el que actualmente me desenvuelvo. Gracias a una rápida búsqueda en Google, obtuve algunos resultados que denotan un alto índice de depresión, como si no me hubiese dado cuenta antes, pues nadie conoce mejor su cuerpo que uno mismo. Conclusiones: pérdida constante de sueño (hace mucho tiempo que desconozco aquella maravillosa sensación de modorra a la hora de ir a dormir), incremento de cansancio sin haber realizado actividad alguna, ausencia de deseos, metas, aspiraciones. Aprendí a ponerme una máscara y actuar contrariamente a mis expectativas, y por consiguiente, la tarea del día fue aprender a reír llorando. Le hice una promesa a Nené de no volver a tomar pastillas de ninguna clase, lo cual me sume en una situación de absoluta infrahumanidad. Me sentí 100% gay cuando me dirigí a una farmacia a comprar maquillaje, y experimenté en carne propia las miradas de reprobación de la gente y de la vendedora al pedir una base facial.
El día sábado me senté al espejo, cual dama, para maquillar mis ojeras y disimular mi palidez. La fiesta la llevo por dentro, no quiero que nadie se entere del infierno en el que vivo. No soy como esas personas que asisten a las reuniones con caras de entierro y expresión de estar diciendo "ayúdenme". Porque yo no necesito ayuda. No necesito un médico, como dicen mis amigos más cercanos, que no cesan de venir a visitarme e intentar hacerme sonreir. Los músculos de las comisuras de mi boca se han contraído y me impiden esbozar siquiera una tímida sonrisa, y tampoco necesito hacerlo. No hacen falta terapias ni curas del sueño. Lo que necesito es amor.
De modo que una vez finalizada mi sesión de transformación emocional exterior, me puse la máscara de "no-me-pasa-nada", guardé mi cámara de video en mi maletín rojo eléctrico y me dirigí a las instalaciones del Estadio La Unión (AELU), donde se realizaba el Matsuri de este año. Tenía ganas de ver a mis amigos, reencontrarme con la música, los olores y la alegría de la colectividad japonesa. Cuando una vez allí, me encontré cara a cara con Hiro, reparé en el gran error que cometí al asistir. Hiro ya tiene casi 30 años, y el tiempo ha comenzado a hacer estragos en aquél rostro regordete, sobretodo en las líneas de expresión y en aquella chispa en su mirada. Parecía gratamente sorprendido de verme ahí, después de tanto tiempo. Sin embargo a mí me dieron náuseas, no por el encuentro en sí, sino por su hipocresía. Sigue siendo el mismo chico mentiroso y miserable, personalidades que oculta tras su sonrisa aparentemente sincera. Tuvo la desfachatez de llamarme "ingrato", y me conformé con lanzarle una mirada reprobatoria.
Giré sobre mis pasos y me dirigí hacia los stands de comida. Adquirí un soba y un plato de yakitori, me separé de mis amigos y me senté en una grada, dispuesto a deborármelo todo de un sólo bocado, pues la depresión es la mejor receta para tener un hambre voraz y engordar hasta que la piel se nos ponga de un grosor y una textura cuasi neumática. Alguien a mi costado me dijo "Hola". Inclusive antes de voltear ya había reconocido aquella maravillosa voz que durante 2 años me hizo delirar en los infinitos senderos del infortunio. Era Akio. No pude más y lo abracé. Intenté lucir sonriente y felíz para él, porque se lo merecía. Akio me saludó con cariño, entabló una conversación tan agradable que saqué mi cámara de video y me puse a filmarlo. También le tomé fotos, sin importarme lo que fuese a pensar. Una chica surgió de entre el tumulto y a gritos arrastró a Akio y se lo llevó consigo, porque ya estaban por cargar el mikoshi. Sonreí al caer en cuenta que Akio seguía causando el mismo revuelo en mi interior, como antaño. Me pasé el domingo entero frente al televisor, viendo en la pantalla a Akio sonriendo, conversando, mirándome, bajando la mirada. Y nunca antes me sentí tan solo y tan triste a la vez.
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