|
|
|
|
El albergue para animales tristes
lunes, diciembre 06, 2004 |
Mi casa se ha convertido en una especie de zoológico del dolor. Me di cuenta de ello cuando, el sábado por la noche, me hallaba en mi habitación solo, pensando en cómo puedo estar encerrado en casa un sábado por la noche cuando debería estar contorneándome en las instalaciones de cualquier discoteca gay. Pero ¿para qué? ¿para que otros chicos como Nicola, se avalancen encima de mí? Yo necesito alguien que me ofrezca no sexo, sino amor, mucho amor, y encontrar eso en una discoteca de interacciones más que inmediatas es casi imposible. Decidí hacer de tripas corazón, encendí el televisor y tragué saliva al descubrir que mis instintos masoquistas me habían hecho insertar, una vez más, la película "Breakfast at Tiffany's", en la bandeja de mi reproductor de DVD, aquella película que adoro y que sin embargo me hace llorar y acongojarme y recordar la miseria sentimental en la que vivo.
Luego de 1 hora y 50 y tantos minutos de película, cuando Audrey Hepburn, sin piedad, arrojaba a su gato en medio de la calle lluviosa y yo gimoteaba aferrado a mis 3 cajas de kleenex, escuché un llanto surgido de la nada, que me arañó el alma. Pausé la película, y ni bien me puse de pie, me llegó otro aullido de profundo dolor. Creí que estaba a punto de volverme loco, corrí desesperado hacia el baño para verificar que los Xanax que hacen que pueda seguir teniendo una vida "normal" aún estaban vigentes. Al tercer aullido comprobé que no estaba alucinando: era el aullido de un animal, cercano a un perro. Me alarmé pensando que mi perro se había quedado accidentalmente en la calle, pero también él permanecía, asustado, a mi lado. Bajamos las escaleras y los aullidos se hacían más cercanos, alarmantes, perforaban el silencio y sin embargo, noté un dolor inconmensurable en cada nuevo grito.
Salí al garage imaginándome que aquél aullido de dolor era una prolongación natural de mi subconsciente, pero la idea se esfumó cuando lo vi: un perro flaco había metido su cabeza a entre las rejas y, atorado, lloraba de frustración y miedo. Me acerqué y observé, impávido, sus ojos húmedos y tristes, su estómago escuálido, y sus intentos por penetrar en mi jardín. Mi corazón se volvió un témpano de hielo: ¿por qué este pobre animal, en vez de tratar de zafarse hacia la calle, quiere entrar en mi casa? ¿es que acaso mi soledad contagia a todos los animales del barrio para que vengan en tropel a agonizar, igualmente, de soledad y depresión tormentosa? Yo agonizo en casa, muerto en vida, y mi cuerpo parece emanar una especie de sustancia perniciosa, hechizante, que comunica a los demás seres vagabundos de este mundo que yo, al igual que ellos, estoy y estaré solo, y me consumiré en este universo de soledad, y quizás ellos piensen que, al sentirse también solos, están invitados a participar de este carnaval de penurias.
El perro aullaba sin piedad, tosía a más no poder, y su garganta roncaba, estragada por tantas llamadas de auxilio en medio del vacío. Llorando, me arrodillé a acariciarle la cabeza, y le dije: "Lo lamento, pero afrontaré mi soledad con cordura. Sé que tu también estas solo, pero me horroriza tener que enfrentarme con otro ser que padece del mismo estigma". Y seguí llorando cuando salí a la calle, sin importarme que el perro fuese a morderme, y de un sólo tirón para afuera, lo liberé de su prisión. El pobre can, ni bien se vio libre, se apresuró en querer entrar en mi casa. Le cerré el paso, aún con lágrimas en los ojos y le dije: "Por más que una pena entre dos sea menos atroz, mi perro también es gay, y se pondría celoso si te quedaras. No me queda más que desearte buena suerte".
El perro pareció entender el mensaje y se fue sin mirar atrás, dejándome acongojado por la experiencia, lamentándome y sintiéndome culpable por contagiar esa enfermedad tan cruel que es la soledad. Preferiría tener una enfermedad mortal a sufrir el flagelo de esta eterna soledad. Y sólo por ello tuve que añadir una dosis de diazepán a mi medicación diaria porque, tal como lo previne, no pude dormir, y me revolví entre las sábanas pensando que, esa noche, me sentía más solo que nunca.
|
|
|
|
|
|
|
|
. |
|
|