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Blow-up for Christmas
lunes, diciembre 27, 2004 |
Decidí pasar la Nochebuena en compañía de Michaelangelo Antonioni. Luego de una visita criminal a Polvos Azules el mismo día 24 (nada mejor para adelgazar, pues navegar entre el mar humano de sudores y hedores es toda una odisea de supervivencia), logré adquirir una copia decente en DVD de "Blow-Up", aquél clásico de los años 60 en donde el nínfulo David Hemmings, en el rol del fotógrafo obsesivo, me produce más morbo que leer el último libro de Jaime Bayly. Esta película la vi en una copia en vhs más que deficiente hace unos 5 años, durante la clase de Teoría del Cine en la universidad. Por lo tanto, opté por revivir la magia y el glamour del buen cine en la soledad de mi casa, sin árbol de navidad, sin nacimiento y sin regalos.
Aún quedaba chocolate caliente del día anterior, además mi amigo Robus Tito me había regalado un panetón D'Onofrio la semana pasada, de manera que no tenía más que acomodarme en el sillón, frente a mi fiel televisor Sony de 21 pulgadas. Eran alrededor de las 11 de noche cuando puse la película en el reproductor de DVD, colocando sobre la mesita la jarra con el chocolate y el plato lleno de tajadas de panetón. Comenzó la acción: la fotografía de tonalidades azules, la locura londinense de los 60, David Hemmings saliendo de la cárcel hacia el estudio fotográfico que haría palidecer de envidia hasta a Mario Testino, me recordaron las ganas que tengo de hacer una película como esa.
No tuve que mirar el reloj para saber que ya eran las doce: el ruido de los fuegos artificiales y la algarabia que llegaba desde la calle me informaron que la Navidad había llegado, al menos eso creí. Quize llorar, pero intenté concentrarme en la acción de la película. Sin embargo, tomé un gran trago de chocolate caliente y dije, en mi mente: "Felíz Navidad, Pertur". Una lágrima bajó por mi rostro, como un niño al que Papá Noel nunca trajo el regalo esperado. Me puse de pie para alcanzar el papel higiénico, y como estaba en el baño, decidí tomarme una cápsula de Prozac, del reluciente frasco nuevo adquirido hace 3 días, y que no pensaba volver a usar.
Volví a sentarme, con los ojos humedecidos. La película transcurría ajena a la Navidad, estaba llegando a la parte en la cual las dos modelos/putones llegan a la casa de David Hemmings a ofrecérsele, muy sueltas de huesos. David sabe a lo que vienen, las escudriña con sus preciosos ojos azules, y desabotona lentamente su camisa celeste, inundando el cuadro con la blancura de su pecho, seguramente delicioso y suave al tacto, sin músculos, como bíceps de níveo adolescente. Al observar el bello espectáculo y las tetillas sonrosadas (y erectísimas) de David Hemmings apuntando hacia mí, mi pene se puso duro.
Puse el chocolate sobre la mesa, me bajé el pantalón y mi calzoncillo almodovariano de rayas rojas y guindas, y procedí a masturbarme, imaginándome a mí mismo lamiendo y mordisqueando el ombligo, el vientre y los alrededores de ese torso divinamente esculpido. De pronto, un pensamiento cruzó mi mente como un rayo: aquél torso bien podía ser el de Pertur. David Hemmings distaba mucho de parecerse a Pertur Bado, aunque ese cuerpo espigado y huesudo podría constituír una cercana proximidad física.
Y de repente me encontré echado sobre el mueble, presa de una alucinación, respirando entrecortadamente, sintiendo la proximidad del orgasmo, observando cómo Pertur cabalgaba sobre mí, completamente desnudo, apoyando sus manos en mi pecho, cabizbajo, con sus bucles cuasi rubios cayéndole sobre el rostro, a través de lo cuales me miraba con lujuria, mientras yo lo poseía, mientras mi pene entraba y salía de su cavidad prístina e increíblemente estrecha. Sus piernas descansaban a ambos lados de mis caderas, y yo acariciaba el vello insipiente de sus muslos, la vez que recorría mis manos por su vientre, por su cuello, por sus tetillas, duras y pequeñas como mini-alfileres. Cuando la alucinación llegó al punto máximo en el que fui capaz hasta de escuchar los bramidos de placer de la voz infantil de Pertur, eyaculé como un héiser, emitiendo un gran chorro que subió en 90 grados hacia el cielo y regresó, cual boomerang, para manchar y humedecer mi polo, mis calzoncillos, y parte del sofá y la mesa.
Mientras me limpiaba con papel higiénico y servilletas de papel, pensé que uno nunca termina de conocer los placeres recónditos de la masturbación. Aquello es una bendición, me dije a mí mismo, y es mucho más efectivo que tomarse una pastilla de éxtasis, la cual sólo trae un gran dolor de cabeza cuando pasa el efecto adrenalínico. En la pantalla, una jovencísima (y regia) Vanessa Redgrave se desabotonaba el sostén y le mostraba sus pechos (ocultos del cuadro por un florero) al impávido David Hemmings, mientras yo volvía a acomodarme en el sillón para llegar a la conclusión que esta había sido, a pesar de estar solo, la mejor navidad (y uno de los mejores orgasmos) de mi vida. Al tomar el vaso de chocolate, noté una gota blanca de mi sémen flotando en la superficie. Como no quise desperdiciar lo poco que quedaba en la jarra, decidí brindar para mí mismo con una cucharada de mi propio elixir. Después de todo, es mucho más seguro que beber secreciones ajenas.
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