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La experiencia celestial
lunes, marzo 14, 2005 |
* El presente post ha sido desarrollado especialmente para participar en el concurso Aventuras de Verano, organizado por los amigos de BlogsPeru. Por lo tanto, lo escrito aquí entraría en la categoría de off-topic (¿alguna vez la tuve?).
Para infinidad de hombres, un gay no puede ser considerado como tal si no goza de un cuerpo perfecto. La mayoría de los gays, obviamente, no lo poseen, aunque se divierten intentando, como yo. A estas alturas, mis ansias de ser dueño de una anatomía anoréxica y andrógina han sido suplantadas por un cuerpo delgado (gracias a Dios), pero rematado por la infaltable grasa acumulada en el abdómen. No es una cantidad considerable, pero es un estorbo. Para muchos es "una pancita". Para mí, es un flotador. Precisamente, en vías de eliminar la dichosa área afectada, hace un año decidí matricularme en un gimnasio, con todos los beneficios que ello implica, es decir, poder ver a todos los hombres en los vestuarios y en el sauna, como Dios los trajo al mundo. Aspecto más que tentador cuando el que escribe es un consumado fisgón.
Por supuesto que nunca imaginé encontarme a merced de tanta carga sexual acumulada. Al estar a merced de tantos hombres atractivos restregando sus cuerpos con espuma jabonosa en las duchas o secando sus partes íntimas en los vestidores, era una labor dolorosa el poder permanecer impasible ante cada bello espectáculo. Labor dolorosa porque debía luchar contra mi pene erecto y muchas veces era menester correr al excusado y calmar el éxtasis con ayuda de la mano amiga. Comencé a perder la razón. El estar cerca de tantos cuerpos perfectos y no poder tocarlos me causaba una impotencia elevada al infinito. Tal fue mi desesperación que en una ocasión, con la ayuda de mi fiel cámara DV, pude lograr un plano perfecto de un rubio adolescente desnudándose, mientras el visor de la cámara estaba escondido con primor entre las toallas de mi maletín.
Una vez, sin embargo, ocurrió algo sui generis. Estábamos en verano, una estación en la que nos es permitido usar menos ropa y enseñar más de la cuenta. Hacía tanto calor que algunos hombres se quitaban todo lo que llevaban encima y se quedaban en bolas, ni bien entraban al baño. Yo me encontraba sentado como de costumbre en las bancas de los camerinos, poniéndome las medias y los zapatos (siempre tenía que correr al excusado para ponerme el pantalón, no podía andar desnudo como el resto, por temor a que todos se dieran cuenta de mi palpitante erección). En ese momento ingresó, sudoroso, con un bividí y un short empapados, un individuo que nunca antes había visto en el gimnasio. Me pareció imposible que semejante portento hubiese podido pasar desapercibido ante mis ojos, castigados por deleitarse de tanta piel desnuda. Éste tipo, sin embargo, estaba un paso por delante de los demás. Su porte, su altura y su rubia cabellera hacían obvias sus cualidades de príncipe europeo en plan ejecutivo.
El destino quiso que se fuese a sentar a mi lado en la misma banca, y con esa misma aureola de divinidad griega que lo subyugaba, se fue despojando del bividí con una parsimonia que quitaba el aliento, convirtiendo aquél espectáculo en toda una representación de arte erótico. La tela sintética del bividí se iba arrastrando entre los poros de su piel, dejando entrever lentamente la blancura infinita de sus músculos demasiado contorneados. Dejé ahogar un grito cuando él bividí salió y pude contemplar el regalo intrínseco de su torso desnudo: un par de tetillas sonrosadas, erectas, que se elevaban tímidas sobre una breve mata de vello rubio que se perdía maravillosamente hacia abajo, por debajo de su estómago, en pos de conquistar su ingle.
No pude moverme. Me quedé amarrándome los zapatos para siempre, y comprendí que debía quitármelos y volvérmelos a poner de nuevo si es que quería seguir fisgoneando aquél portento. Aquél príncipe se dio la vuelta y frente a mí quedó un considerable y redondo trasero, cubierto por los breves shorts que tampoco tardaron en salir. Ni en muchos años de gimnasia rítmica podría yo tener esas nalgas tan perfectamente delineadas, como si fuese una escultura perdida en algún museo romano. A continuación se colocó una toalla a la cintura y se dirigió a las duchas. Yo, con el alma en vilo, arrastré los pies con la idea de seguirlo. Las duchas quedaban frente a los lavabos, de manera que si uno miraba a los espejos de los mismos, podía ganarse a su gusto con el reflejo de los que se bañaban. Fingí estar peinándome hasta el cansancio, mientras, a través del espejo, pude ver cómo el príncipe colgaba su toalla y se rendía a la pleitesía del agua de la ducha, luciendo por primera vez su cuerpo totalmente desnudo frente a mí. Entre las piernas se agitaba ansioso su minúsculo pene, disminuído quizás por la acción del agua fría.
Para mí fue más que suficiente. El haber estado a sólo escasos milímetros de aquella provocadora fruta ocasionó que me fuese a encerrar, cuasi corriendo, a uno de los excusados. Estaba tan excitado que noté, con sorpresa, la gran mancha líquida por sobre la bragueta de mi pantalón. Una vez más, había segregado tanto líquido pre-seminal por la excitación que la avalancha había doblegado las barreras de mi calzoncillo, consiguiendo mojar la superficie de mi jean. Cuando saqué mi pene, erguido como una flecha, un borbotón del mismo elixir goteó hacia las mayólicas del piso. Bastaba que me masturbara unos pocos segundos para poder alcanzar el clímax. En el preciso instante en que estaba decidido a acabar, escuché que la ducha del príncipe se detuvo. ¿Tan rápido? Era necesario apurarse si quería gozar, nuevamente, de su desnudez integral.
Y en un santiamén, con el riesgo de dañar de por vida mi aparato sexual, lo estrangulé entre mi pantalón, me abroché el cinturón y corrí a ubicarme en el mismo sitio donde se había posicionado, minutos antes, el príncipe. El tiempo no pudo ser más perfecto: ni bien había regresado (otra vez) a mi eterna sesión de amarrarme los pasadores de los zapatos, pude notar, a lo lejos, la silueta del dios rubio dirigiéndose hacia mí. Y en una acción cautivadora, el príncipe se sacó la toalla que llevaba amarrada a la cintura y vino desnudo, como si caminase sobre el pasto del paraíso terrenal. Sólo le faltaban alas para ser un arcángel. En ese momento tuve una breve ensoñación erótica: me imaginé una habitación grande, una alcoba con velos transparentes, de entre los cuales surgía desnudo el mismo dios rubio, presto a ponerse a mi merced.
Así, completamente desnudo, se paró junto a mí (sin reparar en mi presencia) y abrió su casillero resguardado por un breve candado. Yo continuaba amarrándome y desamarrándome los zapatos, con tal de no perderme ni un centímetro de su trasero bamboleante y su espalda infinita. En ese momento las divinidades del cielo, el destino, el azar, todo y todos confabularon a mi favor para hacer de esta experiencia algo digno de recordar. Yo sentado en la banca. Él, de pie y desnudo, dándome la espalda. Yo agachándome para recoger el celular que dejé caer con un gesto de nervios compugidos. Él, agachándose para recoger la toalla que se le cayó. Se produjo una colisión. Ambos, en un acto desprevenido, nos fusionamos en un sólo cuerpo. CRASH! BOOM! BANG!
Santa Cachucha, Batman! gritó mi Robin interior. No estaba muy seguro de lo que había pasado, sólo recuerdo el apremiante e intenso olor a jabón, el sabor del agua, la deliciosa suavidad de la piel repleta de poros erectos como carne de gallina, el contacto papiloso con los pequeños vellos en flor. Mi nariz se había llevado la mejor parte. Empecé a perder aire y me alejé un poco. Lo único que vi fue, frente a mis ojos, la totalidad de su trasero, como si lo estuviese viendo en Cinemascope. Fue allí donde caí en cuenta de lo sucedido. Al agacharnos ambos al mismo tiempo, yo tras él, habíamos colisionado de manera que yo, involuntariamente, le había dado un beso negro y mi nariz, siguiendo presuntamente los deseos de mi pene, lo había penetrado entre los pliegues de sus nalgas, para acabar dándose de bruces contra su esfínter anal. Me había ido en caldo contra su trasero, mi naríz había tocado lo intocable y, para coronarla, cuando quise reaccionar, mi lengua provó tímidamente el sabor de su piel recién curtida por el jabon y el agua.
El príncipe se separó de inmediato, más rojo que un tomate, avergonzadísimo, para pedirme dsiculpas. Por su expresión de trágame tierra, intuí que aquél contacto, aparte de ofuscarlo, lo había hecho sentir, aunque levemente, el intenso placer de un beso negro bien dado. Pero era yo el que quería agradecerle y no le pude decir nada porque mi cuerpo, al asimilar por completo lo ocurrido, hizo click. Click! Fuera abajo! Liberen compuertas! Algo bajó de mis entrañas, desde algún punto del interior de mi ingle. Repentinamente el temporal se desmoronó de lleno sobre mis jeans. Aunque con retardo, había por fin conseguido lo que mis amigos tanto disfrutaban pero que yo me negaba a creer: había eyaculado. Y sin masturbarme. Eyaculé bajo los pliegues de mi pantalón, observando los ojos inquisidores de mi príncipe en cuestión. Nadie podrá vivir lo suficiente para poder describir la sensación bizarra de venirse dentro del pantalón teniendo a alguien frente a sí.
Por fortuna, el príncipe no se percató de lo ocurrido, e intuyó que mi expresión desencajada y mis ojos como platos estaban atribuídos a la vergüenza de haberle cuasi lamido el trasero, o mejor dicho, de meter mi cara entre sus nalgas. Lo que siguió a continuación fueron las desagradables disculpas de rigor, con parsimonia. Sí, sí, no se preocupe, no hay problema, fue un accidente. Y corrí hacia el excusado para evitar que la gota de sémen que corría por mi pierna llegase por completo hacia el suelo, un torrente de explosión lechosa se hallaba vertida sobre la totalidad de mis ropas inferiores. Al menos, la erección había cedido y pude bañarme, no sin un poco de pudor, en la misma ducha que acogió a mi príncipe instantes atrás. Me lo volví a cruzar repetidas veces en el gimnasio, y por más señas que le hice con los ojos, nunca pude obtener de él una nueva luz verde para volver a degustar el paraíso de sus posaderas, esta vez sí con su consentimiento. Al menos, me queda el sabor de lo vivido. |
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