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Nadie conoce a nadie
lunes, mayo 30, 2005 |
Sentí que algo estaba mal. Así, automáticamente, sin previo anuncio. Pero lo que más miedo me provocaba era no saber, a ciencia cierta, a qué debía tenerle miedo. De modo que la mañana de ayer domingo, cuando me acurrucaba entre mis frazadas a cuadros rojos y el celular repicó entre los tímidos rayos solares que se filtraban a través de las telarañas, ya sabía que era una llamada de malas noticias.
Funky: ¡Amigo! Yo: ¡Hey! ¿Dónde estás? Funky: Estoy en Lima, llegué tempranito. Yo: ¿Qué? ¿Pero POR QUÉ? ¿Qué pasó? ¿No que llegabas el miércoles? Funky: No, tenía que venir antes. Yo: ¡Dios santo, amigo! ¿Qué ha pasado? Funky: Necesito verte ahora. Por favor. Yo: ¡Por supuesto! Voy a tu casa ahora mismo.
Ahora mismo significaba bañarme, arreglarme, desenredarme el cabello, peinarme, escoger la ropa, escoger los CDs que me acompañarían en el trayecto y además, tenía que sentarme a esperar a que mi abuela sorda terminase de preparar el arroz con pollo que le salió más duro que saltado de caracoles. Inicié el largo trayecto que separa a La Molina de San Miguel y no pude evitar sentirme envuelto en el hálito de la incertidumbre. ¿Qué era lo que había pasado con mi mejor amigo? ¿Por qué su voz, normalmente alborotada, sonaba extraña y hasta húmeda? ¿Habría estado llorando?
Cuando llegué, lo acompañé al estudio fotográfico y nos sentamos en un parque contiguo a esperar a que se revelasen las fotos. Luego, entre la nostalgia que provoca ver a niños jugando despreocupadamente entre la maleza, me contó acerca de su desastrozo viaje a Buenos Aires. Había sido un peregrinaje exclusivo para conocer, luego de dos largos años de idilio à la distance, a aquél bonaerense rubio y largirucho del cual se enamoró virtualmente. Cabe resaltar aquí el suficiente material para un próximo post destinado a desmitificar los asuntos de cybernovios y el amor a través de la red. En mi rol de voyeur consumado a la búsqueda de webcams generosas, sólo cometí el error tres veces. Fueron tres mancebos albinos de los cuales me enamoré a mares de distancia, y a los cuales tuve que olvidar gracias a la automedicación antidepresiva para después anteponer la tésis de que el amor por internet es un gran peligro para el equilibrio emocional, inclusive para las personas de alegría desbordante como Funky.
Desde que me contó sus planes de viajar a visitar a su amado, intuí que no era una buena idea idea en lo absoluto. Habían venido prometiéndose amor eterno tras una vacua ráfaga de desengaños y consecutivas retomas de decisiones. Ese argentino tenía algo que no me cuadraba, siempre se lo dije. Billy hasta lo animó a viajar y a deshacerse de las preocupaciones incoherentes. Por una vez, Billy yo estuvimos en desacuerdo. Igual Funky hizo maletas y partió a sacarse la espina. Y se la sacó. Pero la espina salió con sangre, y la sangre no dejó de manar, aún hasta el día de hoy.
Yo no sabía qué cara poner en el momento en que Funky sacó de su bolso Benetton color azul eléctrico, el último CD de El Otro Yo que prometió traerme de regalo. Lo abracé con fuerza no por el gesto, sino porque hasta en los momentos de infierno que tuvo que atravezar se hizo un tiempo para comprarme un regalo. Me hubiese quedado toda la tarde aferrándome a él, sintiendo unos incontenibles deseos de protegerlo, pero las ilógicas reacciones de burla de ciertos imberbes que pasaron por nuestro lado nos obligaron a separarnos. ¿Es que acaso dos hombres no se pueden abrazar? ¿Por qué no me permiten consolar a mi amigo, hijos de puta?
Cuando las fotos finalmente se revelaron, pensé que había llegado el momento de echarse a llorar, pero no lo hizo. Las ojeó con auténtica resignación y luego las guardó todas en el sobre. Yo, en afán de alegrarle la tarde, cometí el error de llevarlo a la casa de Robus Tito, para que se riera de sus mariconadas. Por más que Robus Tito y Coquette (nuestro amigo travesti) fingieron tener sexo anal sobre el techo del carro de sus padres, y por más que Coquette intentó dar una risible demostración del baile a cuatro patas de Susy Diaz, no pudimos arrancar siquiera una sonrisa del afligido rostro de Funky.
Dieron las diez de la noche. Nos despedimos de Robus y Coquette y partimos hacia la Av. La Marina para que yo tomase el carro de regreso. No obstante, en el momento en que me disponía a abordar un colectivo, Funky empezó a botar la mierda. Y me olvidé del colectivo, hice caso omiso a sus reclamos de "tienes que irte, ya es tarde" y lo llevé de nuevo al parque donde pasamos la tarde, para que siguiera botando la mierda. Y siguió botando la mierda, alzando la voz. Las lágrimas brotaban de sus ojos como chispas, como escupidas por la rabia contenida de habérselas aguantado durante todo el trayecto Buenos Aires- Lima. Funky gritaba, gimoteaba, lloraba, seguía botando la mierda, exasperado, alcanzaba una tonalidad tan alta de voz que hasta ese momento desconocía. Tuve miedo, porque nunca lo había visto así.
Yo hubiese dado mi vida por consolarlo. Hubiese hasta muerto, con tal de contrarrestarle ese sufrimiento. Funky me decía que no podía más, quería tomar Prozac, quería doparse y dormir por meses, y yo moría de rabia y de impotencia al no poder solucionar sus problemas, al no poder siquiera bridarle un sano consejo, porque soy la peor persona del mundo a la hora de dar consejos. Me limité a colocarle la mano sobre la nuca, y fue en ese instante cuando comenzó el llanto largo, desesperado, sin mesura, condimentado por gritar al viento las preguntas que quedaron sin respuesta. Por qué esto, por qué lo otro. Me temí lo peor. En un arranque de furia, sacó las fotos recién reveladas y se puso a comentar a lágrima viva cada uno de los lugares en donde se las habían tomado y donde habían sido felices.
Inmovilizado por la corriente de neorrealismo cinematográfico, tampoco atiné a decirle nada, aún teniendo los ojos llenos de lágrimas, porque sería incongruente haberme puesto a llorar en ese momento. Me resistía a creer que Funky fuese aquél desgarro de emociones que se acongojaba a mi lado. Durante toda mi vida había sido el estandarte de mis depresiones, aquella persona alegre y contagiosa a quien acudía para escapar por un segundo del hoyo en que solía meterme. Si Funky convalecía, me volvería loco, me dejaría sin un ápice de estabilidad. Fue entonces cuando comprendí cuánto lo quería, y las pocas veces que se lo había dicho.
Tampoco te lo dije anoche, Funky. Esperé a que te calmaras y te acompañé a casa, trayecto durante el cual diste síntomas de recuperación, al cantar con media sonrisa una canción de Geri Halliwell. Yo, por mi parte, tomé el colectivo no sin antes hacerte jurar que todo estaba bien, y coloqué el CD de El Otro Yo que acababas de regalarme. Y tuve que llorar todo el camino de regreso. El incidente me entristeció de sobremanera. Me soné la nariz con la misma bufanda sobre la que tú secaste sus lágrimas. Porque en ese momento comprendí que no eras mi amigo, sino mi hermano, y que estaba dispuesto a mover cielo y tierra con tal que volvieses a ser el mismo de antes. Siento que una parte tuya murió anoche. Tú no lo mereces. Eres mucho. |
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