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El diluvio
martes, mayo 17, 2005 |
Literalmente, se nos pasó la mano.
Desde que llegó, noté algo diferente en él, ni bien tocó el timbre de mi casa y le abrí la puerta. Bajé la mirada para contemplar su pequeño cuerpo y quelque chose hizo click en alguna parte de mi cerebro. Y también en ciertos recovecos de mi aparato reproductor (que dicho sea de paso es un nombre anodino, porque muchos, como yo, ni pensamos en reproducirnos), puesto que la rigidez de mi sexo se hizo más que evidente. Una camisa blanca. El hijoputa se había puesto una camisa blanca. ¡Joder, con lo que me ponen las camisas blancas entreabiertas, con los dos primeros botones al aire!
En un impulso gigantezco, lo tomé del cuello de la camisa y lo hice pasar cuasi levantándolo en peso. Por una fracción de segundo, sus piernecitas no tocaron el suelo, como elevadas por un viento profético. Debí de sangrarme los labios al besarlo con tanto salvajismo. Nuestros dientes chocaban y provocaban un jocoso sonido de ansiedad reprimida. Estuve a punto de romperle la camisa a mordiscos, pero él me apartó. Recobré, por un momento, el sentido de la realidad, y cuando se la quitó me volví a sumergir en el delirio. Nunca antes le había tenido miedo a las relaciones sexuales. Temblaba al pensar que podíamos ser víctimas de una sobredosis de placer, de excitación, de perder la razón y terminar locos de amor en cualquier manicomio de Lurigancho.
Sudorosos, nuestros cuerpos estragados de besos, mordiscos y arañazos, sucumbieron a la dimensión onírica de la cópula. ¡Quien iba a decir que con él tendría el mejor sexo de mi vida! Retozamos sin dar trecho durante una, dos, tres horas, y nos vinimos juntos cuatro veces (sí, cuatro) inundando el cuarto y la cama con el irrefrenable torrente de semen que nos dejó tan empapados y cansados como si fuésemos un par de náufragos sobrevivientes a la corriente del Niágara.
- ¡Dios mío, nunca había visto tanto semen en mi vida! - repliqué, maravillado, corriendo el riesgo de ser calificado de putón.
Pusimos las sábanas en la ropa sucia, con la certeza que la empleada iba a tener el mejor día de su vida (y corriendo el riesgo que cogiese un poco de nuestro elixir para autoprocrearse un hijo y luego perseguirnos reclamando una pensión de paternidad, como ocurrió con uno de los personajes de la telenovela "El Clon"), y la picardía en los ojos de Billy dejó traslucir un deseo escondido.
- Hey, ¿y si tomamos un baño?
El baño after sex me recordó aquella maravillosa sensación de la mutua auscultación de los cuerpos, remontándome a la época en que Hiro me jabonó de pies a cabeza en la ducha, tras una sesión de sales aromáticas y relajación en la tina. Esta vez, sin embargo, me esmeré para que Billy disfrutase del mejor after sex de su cortísima vida. Con gran esmero, bajo el chorro de agua de la regadera, recorrí con el jabón liquído su espalda, sus piernas y sus glúteos. Huelga decir que mi virilidad despertó nuevamente, pero aproveché para darle, por primera vez, un beso negro. No sólo aulló como nunca antes lo había hecho, sino que se volvió a venir dos veces más. Llegado a este punto, comprendí que la juventud está más capacitada para el trajín sexual que en mi tiempos.
Más cansados que nunca, secándonos mutuamente con la toalla, notamos que el piso del baño estaba mojado. Cundió el pánico al percatarnos que el agua, escurriéndose por la cortina de la ducha de tanto chapalear, había bajado como un reguero de pólvora por las escaleras, inundando no sólo el segundo piso, sino también el primero. De modo que nos pusimos a desaguar el parquet, más extenuados que nunca, y concluímos, al terminar de secar completamente los dos pisos de la casa, que la ducha, lejos de ser placentera, es una artimaña para impedir que los amantes puedan descansar bien luego de hacer el amor. |
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