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The Bus Guy
viernes, mayo 13, 2005 |
Me encontraba absorbido aún por la bruma del sueño, adormilado en el micro, rumbo a la Alianza Francesa, sentado junto a una señora que se había puesto un pomo entero de ínfima agua de colonia. El cáustico aroma que despertaba la cabeza de la dama me mantenía despierto, pero igual cabeceaba, corriendo peligro de estrellarme contra los vidrios de la ventana. En silencio, rumeaba mi mal humor, tratando de disiparlo (y de paso, despertarme del todo) al colocar en el discman el "Wild Planet" de The B-52's, su segundo disco, cuando aún sonaban indies. En parte lo hice para sentirme groovy, porque todas las mañanas estoy de mal humor (un deseo largamente acariciado es dormir siempre hasta el mediodía), pero los tímidos rayos solares en medio de la humedad y del cielo color panza de burro de nuestra ciudad contribuyen a alegrar un poco el corazón.
En esas estaba, debatiéndome entre la alucinación pura del onirismo y las agudísimas réplicas de ese par de personajes almodovarianos antes de tiempo que fueron (en esa época) Cindy Wilson y Kate Pierson, cuando, transtornado por un repentino aviso a modo de punsión en la médula, una extraña sensación de paz me sacó de mi estado catatónico. Lo único que conseguí fue mirar por la ventana del micro hacia la calle. Se detuvo en plena Av. Constructores. Entre la gente que, a las ganadas, se agolpaba por subir y sentarse en los pocos asientos libres, percibí con el rabillo del ojo una maravillosa figura humana. Un muchacho. No era pálido ni mucho menos enclenque. Conservaba la fortaleza de su reciente adolescencia, su piel era ligeramente trigueña y su tupida y desordenadísima melena se atosigaba sobre su frente. Tenía esa pinta de rockstar-ye-yé que me cansé de buscar entre los muchos mancebos que conocí en mi vida.
Por un momento pensé que era, en efecto, el vocalista o guitarrista de alguna banda vintage. La melena ligeramente ensortijada y larga, la camisa a cuadros y el raído jean de straight leg lo hacían parecerse a uno de los groupies de "Almost Famous", la inolvidable película de Cameron Crowe. Luego de pensarlo bien, llegué a la conclusión que debía tener entre 19 y 23 años, y que podría pasar tranquilamente como un joven clon de Manolo Barrios (el guitarrista de Mar de Copas). El chico, al ver que el micro se detenía frente a su paradero, movió la cabeza, miró, pensó, evaluó, vaciló, décidió. Yo, consumido por su lacónica belleza, cruzaba los dedos para que subiese a bordo.
Subió, finalmente. Avanzó con ojillos curiosos por el medio del pasillo, descartando a su paso los asientos libres que ya habían sido ocupados. Sólo uno quedaba disponible: el que estaba delante del mío. Siéntante ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí, siéntate ahí. Hacía mucho que no degustaba estas ligerezas. Tras aferrarse al pasamanos, se sentó donde yo quería que se sentara.
En ningún momento me miró. No tendría por qué hacerlo. ¿Querría yo que me mirara? Puede ser. No obstante, era injusto prestarme a un juego peligroso que podía acabar mal. Me conformé con aspirar el suave olor a lavanda que despedía su cabellera negra. Supuse que acababa de salir de la ducha. Tras especular, en un fugaz pensamiento erótico, las exactas dimensiones de su cuerpo desnudo bajo el chorro de agua caliente de la ducha, se puso de pie y se sentó hacia la otra ventana. Un poco decepcionado por su decisión, experimenté el gozo de poder seguir examinándolo al milímetro desde aquella nueva ubicación.
En efecto, ahora podía ver su perfil. Sus ojos eran grandes y acarmelados. Las cejas que descansaban sobre su ceño manifestaban una cierta dureza, quizás de espíritu. Su mirada era impenetrable. ¿Otro antisocial, tal vez? La garganta se me secó al comprobar el grosor de sus labios. Eran inclusive más gruesos que los míos. Aposté que uno podría llegar a ver el cielo a través de su sonrisa. Llegado este punto, sacudí la cabeza, cerrando los ojos. ¿Qué me estaba pasando? Se supone que hace tiempo que debería de haber dejado de lado estas cosas. Cuando lo pensé mejor, concluí que no estaba cometiendo ninguna falta. El chico era guapísimo, demonios, no tenía por qué ponerme una venda negra sobre los ojos. Podía comérmelo con la mirada, y eso no significaba que me lo comería en la vida real. Además, las cosas que están frente a nuestros ojos son para disfrutarse, como una serigrafía de Warhol o una película de Kitano.
El chico del bus miraba despreocupadamente a través de la ventana. Y yo lo miraba a él. ¿Lo deseaba? No lo creo. Me parecía guapo y punto. Lo cierto es que desde hace mucho tiempo, quizás desde la época de Pertur, no se me hacía agua a la boca tanto alguien. Inclusive, iba más allá del arrollador magnetismo viril del Mameluco A. ¿Por qué, si el Mameluco A le ganaba en sex appeal? La respuesta era simple: porque no lo conocía. Pasaba igual que con Pertur. Por esos tiempos, me volvía loco al interpretar los gestos de Pertur, su mirada inquisitiva, tratando de sacar a flote su verdadera personalidad. Al Mameluco A lo veo esporádicamente, y puede decirse que nos hemos vuelto amigos. En cambio, al chico del bus no lo conozco de nada. ¿Es que acaso los agradables desconocidos despiertan nuestro morbo mucho más que las personas de nuestro alrededor? ¿Qué se encuentra detrás del misticismo de una mirada que desconocemos, pero que daríamos nuestras vidas por explorar y descubrir?
Me bajé del micro con un hálito de incertidumbre. Lo primero que decidí fue contarle toda esta experiencia a Billy. Probablemente comenzaría con un simple hey, adivina, hoy en el micro se subió un chico riquísimo, me hubiese gustado que tú también lo veas... Sí, es posible que sea una buena idea, después de todo. Sino, podría sonar a que tengo algo que esconderle. Y yo, por supuesto, no tengo NADA qué ocultarle. |
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