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Insomnia
martes, abril 26, 2005 |
Tres de la mañana. Me debato entre la vida y la muerte, entre la incertidumbre del fracaso y un posible rompimiento. Lo peor de ser maníaco-depresivo y por consiguiente, adicto a cualquier substancia tranquilizante es el eterno dilema de nunca saber cuándo vas a necesitar otra de esas dosis reconfortantes que arreglan tu mundo en un dos por tres. El último frasco que compré estaba allí, sobre la mesita de noche. ¿Cómo consiguió llegar allí desde el botiquín del baño? Me gustaba imaginar que aquél frasco tenía vida propia, que le habían salido patitas, ojitos y una sonrisita cachacienta, antes de emprender el largo camino que separa al baño de mi habitación, similar a lo ocurrido con la encantadora cajita de leche en el video "Coffee & TV" de Blur.
Pero niet. Horas antes, yo mismo tomé, dubitativo, el frasco de pastillas, agitando su contenido, pegando mi oreja hacia la superficie del mismo para deleitarme con el delicioso tintineo del eterno paraíso. Casi al mismo tiempo, cuando me disponía a abrir la tapa, las palabras de Billy retumbaron desde el más allá, taladrando mi masa encefálica, musitando la promesa que le hice al comenzar nuestra relación: "Prométeme que nunca más tomarás esas mierdas".
Y dijo esas mierdas para recalcar su desprecio por el hecho de estar autodestruyéndome. Ahora no estaba solo en el mundo. Tenía a Billy. Él no era todo. Lo es todo. Más que yo. Volví a cerrar el frasco de Zanac y lo coloqué sobre la meza de noche, por si tarde o temprano decidía terminar con todo. Como venía diciendo, el reloj de la sala, el viejo reloj cucú de campanadas, pajaritos y todo (que perteneció a mi abuelo) dio las tres. A esa hora me era todavía imposible conciliar el sueño. Daba vueltas en la cama sintiendo un abismo infinito en el estómago. Sólo estaba esperando que me llamara y me dijese que lo nuestro se terminaba para acabar con mi vida. Lo peor era que éste blog se quedaría en el limbo y nadie sería capaz de darle un buen post de despedida. A la larga, eso era lo que menos me preocupaba.
El teléfono sonó como un rayo diviendo en dos el écran, como en las películas de terror. Me levanté, sudoroso, ansioso, nervioso, tembloroso, como Carmen Maura en "Mujeres al borde de un ataque de nervios", aunque esa hijaputa sí que consiguió dormir antes de la llamada, gracias a una buena dosis de Sosegón. Carmen tenía un teléfono rojo. El mío es negro e inalámbrico, y me fue imposible encontrarlo, pues su fuente estaba vacía. ¿Dónde mierda lo dejé? Piensa rápido. Era él. Tenía que ser él. Y a estas alturas podía pensar que no quería contestarle. ¿Dónde estás, puto inalámbrico?
Lo encontré entre mis sábanas, debajo de un cojín. O sea que tanto recorrer la casa por las huevas. Contesté. ¿Aló? Soy yo...
Claro que eras tú. Estaba seguro. Segurísimo. Me pediste disculpas por enésima vez. Me contaste que tampoco podías dormir. Yo, para no terminar de cagarla, no te conté que estuve a punto de quitarme la vida, y lo que es peor, de tomar una puta pastilla. Pero no importaba. Ya nada importaba. Tenía ganas de decirte lo que descubrí hace unas semanas. Que dependo de tí. Si me quedas tú, me queda la vida. Shakira podía ser muy puta y cantar las peores canciones del universo, pero sí que sabía componer letras, la hijaputa.
Por supuesto, no te dije nada de esto. Me limité a controlar el temblor de mi voz y a preguntarte por vez número cuchumil si todo entre nosotros estaba bien, si todo seguía igual. Creo que el haberme llamado fue peor. No deberías haberme llamado. Tu voz sonaba muy triste. Y seguías echándote la culpa. Qué terco eres, mi amor. Recordé que te encanta que te diga mi amor, como en la peor novela venezolana. Pero este mi amor sonaba de ultratumba. Quería gritarte e implorarte que no me dejaras, que si me dejabas estaría dispuesto a morirme ahí mismo, hablando por teléfono contigo, para que pudieses escuchar mi último respiro. No obstante, te agradecí. Te agradecí por estar escuchando tu voz en ese momento. Así tu voz estuviese a punto de quebrarse en llanto. Estabas al borde las lágrimas.
- Cyan, estoy hecho mierda. No puedo hacerte sufrir de este modo. No te lo mereces. No después de todo lo que pasaste. No quiero hacerte daño. - No me haces daño, si es que no terminas conmigo. - Pues entérate: nunca, ¿me entiendes? NUNCA te voy a dejar. Nunca me separaré de tí. Así tenga que pegarme un tiro para quedar muerto a tu lado. - Hey, honey, i'm the suicide one, remember? - Right...
Te reíste. Te reíste y la maquinaria mecánica de mi mundo se echó a andar una vez más. No paso mucho tiempo para que te despidieras.
- Mi amor, debo irme. - Cuidate. - Tu también. - Claro. - Te amo - ...
No respondiste. ¿Es que acaso ya no me amabas? Sentí que caía de nuevo al vacío, desde el último piso del Centro Cívico.
- Te amo, Billy. - ...
Ahora era yo quien lloraba.
- ¿Es que acaso ya no me amas? - ...
Me sentí Marisa Paredes en "La Flor de mi Secreto".
- Billy, ¿ya no me amas? - Cyan, me tengo que ir.
Colgaste. Nunca antes, por extraño que parezca, me habían colgado el teléfono. Y me vino todo de golpe. Las tinieblas. El horror. Me acurruqué y lloré. Mejor dicho, intenté llorar. No me salían las lágrimas. Se me habían secado hacía dos horas. Me limité a gritar y a gimotear en silencio.
El teléfono sonó de nuevo.
- ¿Aló? - Te amo, Cyan. TE AMO. - Yo también te amo, pequeño.
Siempre me gustó decirte pequeño. Tú no lo sabes aún, pero cuando me dijiste te amo, todavía seguía llorando. Soy un excelente actor. No te diste cuenta.
- Te llamo mañana, apenas me despierte. - Está bien. Te amo. - Yo más. Bye. - Ciao.
Esta vez colgué yo. Se suponía que ya podía respirar tranquilo. Al menos no te percataste que estaba llorando a gritos. Intenté recuperar el sueño, pero no pude. Recordé a Scarlett O'Hara en el último parlamento de "Lo que el viento se llevó": Después de todo, mañana será otro día. |
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