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The first time (for both of us)
martes, mayo 03, 2005 |
Temblabas cuando te abrí la puerta, mientras me examinabas con esa mirada que se debatía entre la ansiedad y la certeza de que algo maravilloso estaba por ocurrir. De pie en el centro de la sala, examinabas con ojillos nerviosos cada uno de los muebles que antaño ocasionaron infinitas grescas, pues nunca llegué a tolerar el extraño gusto de mis padres para las artes decorativas. Sólo algunas piezas sobrevivían, como el viejo radio de los años 30, que llamó poderosamente tu atención, porque también era mi elemento favorito de todo el mobiliario. Nunca te lo dije, pero te diste cuenta. Las palabras sobraban. Nos comunicábamos en silencio, como los sordomudos, intercambiando signos y expresiones idiomáticas a través de nuestras pupilas.
No me preguntaste dónde quedaba mi habitación. Antes habíamos quedado implícitamente en hacer un tour por las aristas de mi morada. Pero te dirigiste, casi de forma autómata, por el camino que conducía a mi cuarto. Quizás ya habías hecho antes un viaje astral, jamás conseguí entenderlo. Te quedaste fascinado, de espaldas a mí, contemplando mis paredes azules, los afiches que adornaban mis paredes. Jim Morrison y Marilyn Manson. Bette Davis e Isabella Rossellini. Jane Fonda y Gina Lollobrigida. El collage de la Bruja de Blancanieves con Marilyn Monroe. El poster de "Todo sobre mi madre". Los carteles de películas de terror italianas de serie B. Mis vinilos de ABBA. El estante con mis libros de Eugenides, García Marquez, Darrieusecq. Mis mangas shoujo en japonés. El libro de tapa dura con la biografía de Alaska. Las torres de CDs originales y no tan originales, los CDs en blanco con música bajada de internet, desperdigados por aquí, por allá y por acullá.
Miraste hacia la ventana que daba hacia la calle. Aún no posabas tus ojos sobre mi cama adornada con los cojines kitsch que tanto trabajo me había costado conseguir. De pronto, la certeza de que por primera vez estábamos a solas, es decir, a solas decentemente y no en sitios públicos, me invadió por sorpresa. Te contagié mi felicidad, al abrazarte con fuerza por detrás. Sentí tu cuerpo junto al mío, tus gemidos de satisfacción. Ávido de dejar en claro que lo que íbamos a hacer, deberíamos haberlo hecho largo tiempo atrás. Te volteaste para mirarme a los ojos. No nos besamos. Nos tumbamos en la cama a acariciarnos. Por un momento nos sentimos los seres más felices de la galaxia.
No me cansaba de mirarte. Me parecía una falacia haber pensado alguna vez que no eras atractivo. Yo te veía bellísimo. Tu pelo desordenado sobre tu frente. Tus enormes anteojos chocándose con los míos. El calor de tu cuerpo. El mar en mi estómago me estaba comunicando que ya no había espacio para cualquier tipo de salvación. Estaba completa, perdidamente enamorado de tí. Eras tú, mi amor. Nos besamos aún vestidos, sintiendo al fin la libertad que nos había sido negada desde que empezamos a frecuentarnos. Se suponía que no lo íbamos a hacer. Pero nuestras erecciones, al frotarse, nos dieron a entender que no teníamos por qué esperar más. A la mierda con los prejuicios. Tú lo dijiste claramente, antes de hacer el amor: ahora somos uno.
Tampoco recuerdo cuál de los dos empezó a sacarse la ropa. Ambos estábamos demasiado nerviosos. Nerviosísimos. Tú, porque era tu primera vez. Yo, porque era la primera vez que le hacía el amor a alguien que amaba, y la verdad, me cagaba de miedo. No sabía cómo actuar, qué pasos seguir. Quería hacer todo lo que estuviese a mi alcance para evitar cualquier error. Al final, no tuve que preocuparme de nada. Desnudos, nuestros cuerpos se acoplaron a la perfección. Me sorprendió la extrema suavidad de tu piel. Todos los sudores, olores y gemidos tenían una redundancia onírica, como si la cópula en sí hubiese sido parte de otra dimensión. No hubo dolor, ni arrepentimiento. Sólo lujuria, fortaleza, y coraje para afrontar cada nueva arremetida, cuando nos vinimos juntos, jadeantes, para luego recorrer desnudos todos los cuartos de la casa y contemplarnos frente al espejo, abrazados, con marcas de placer en el cuerpo, y lo hicimos de nuevo allí, de pie, con el espejo de mudo espectador, en plan Tom Cruise y Nicole Kidman en Eyes wide shut.
Lo que más me sorprendió, cuando nos despedimos con un gran beso en el umbral de la puerta, fue que tu mirada no había cambiado. Era la misma. Seguías conservando aquella ternura intrínseca, la inocencia propia de quien al fin ha sucumbido, triunfalmente, a un acto de amor puro. Porque eso fue. Cuando partiste, antes de poner un pie en la calle, te diste vuelta para contemplarme. Aún era de día, la luz de la calle iluminó los límites de tu figura como un aura angelical, y aquella mirada sabia sobre los surcos de tus ojeras, tan cargada ya de madurez y también de cansancio por la jornada ininterrumpida, me transmitió telepáticamente lo que ya sabía: que eras el amor de mi vida. Y de paso, que estabas más lindo que nunca. |
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