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Extremofilia
viernes, agosto 19, 2005 |
Lo que acaban de leer no es, de ningún modo, el nombre de mi próximo cortometraje. Es el resultado de una minuciosa investigación científica en la cual YO fungí de conejillo de indias y me presté indiscriminadamente a la experimentación y posterior comprobación de teorías establecidas con premura. Los malpensados dirán que me mojo con facilidad y que los temas que suelo recolectar son chorradas de nulo contenido proteico para las neuronas. Aquí me apresuro en contestarles.
A lo que me refería es a una tésis que escuché hace poco de los labios de C. Los hombres suelen apelar a las mañosadas para justificar su dependecia hacia postulados de materia sexual, y yo me las doy de enteradísimo cuando la conversación se pone calentona.
C: Oye, tu amiga Lilly Putt está riquísima, pero tiene unas manos horribles. Yo: Y eso, ¿qué significa? C: Que sus pies deben ser más feos todavía. Yo: ¿Qué cosa? C: Claro porque anatómicamente, los pies heredan las ramificaciones de las manos. Yo: Mira tú.
Analizando la teoría, me puse a pensar cuál es la parte del cuerpo de mi novio que más me excita. Podría decir que todo. O tal vez la textura de infinita suavidad de su piel. Su cuello. O sus orejas. O sus maravillosas tetillas que me vuelven loco cada vez que se erizan detrás de su camiseta cuando le susurro palabras cochinonas al oído.
Fue entonces cuando reparé en sus manos. Sus manos reúnen el universo. Son una mezcla de fragilidad, un paraíso de dedos delgados y perfectamente contorneados por los pliegues de las uñas. Inmaculadas, prístinas. Cada vez que estamos juntos me gusta darle besitos tiernos en cada uno de los dedos, como salvaguardándolos de la miseria del mundo. Él, por su parte, gusta de recorrer mi barba con ellos.
Sus pies son un caso aparte, porque no existe una palabra exacta para describir la grandeza que encierran al tacto. La primera vez que los vi, pequeños y de uñas blanquísimas, sin callosidades ni extraños y desagradables estigmas podológicos, me quedé rendido ante la simple contemplación, como un niño que observa con morbosa obcecación su nuevo juguete, recién desenvuelto. El sexo con mi novio sería incongruente y contraproductivo sin el contacto permanente de sus pies contra los míos. Y pensar que los pies era lo que menos me importaba. ¿Cómo pude llegar a tener sexo con tipos enfundados en medias de colores y texturas matapasiones?
Por eso, cada vez que está a mi merced, lo primero que descubro y acaricio son sus manos y sus pies. No existe foreplay más apetitoso que rendirles pleitesía. Les escribiría un libro entero, sobretodo a sus pies. Alguna vez leí que en la antigua China, los chinos vendaban los pies a sus mujeres para poder conservar el tacto de la piel lozana de la infancia, y desvendarlos era todo un rito que culminaba en la masturbación del pene con los pies de las doncellas. Creo que mi novio es la reencarnación de esas beldades chinas de pies pequeños. Soy adicto a sus extremidades. Padezco de extremofilia, por si tengo que inaugurar algún nuevo tratado médico. |
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