|
|
|
|
La camiseta del placer
viernes, setiembre 02, 2005 |
Es horrible ponerse a pensar que la relación que uno lleva a las mil maravillas pueda llegar a convertirse, con el tiempo, en una dependencia sexual. A mi edad el sexo cuenta mucho, desgraciadamente. Sin embargo, como ahora soy el rey del positivismo y trato de encontrarle el lado menos atroz a las cosas, llegué a la conclusión que más vale el pájaro (de mi novio) en mano que ciento volando. Al menos las retozadas y el intercambio de fluídos al compás del crepúsculo no han alcanzado hasta la fecha ningún síntoma de deslucimiento rutinario. Siempre consiguen aflorar nuevas cochinaditas.
Para terminar de complicar la situación, mi novio estuvo enfermo cerca de una semana. Nada grave, una de esas enfermedades respiratorias que tienden a surgir por montones en las temporadas de alta humedad y demandan reposo absoluto, además de medicación, por supuesto. Esta parte me encanta. Vamos, que me solía encantar. Pero no fui yo quien le medicó, sino su doctor (guapo, según él). Le recetó algo llamado corticoides. Cuando me lo mencionó pensé que era un remedio para la diabetes, la tifoidea o algo por el estilo.
O sea que nos canceló de trajines de alcoba. De arranque me vi obligado a redescubrir la vida con el novio enfermo. A mi nueva etapa de chico insatisfecho se sumó la de hiperactivo. Acepté más trabajos. Traté de mantenerme ocupado la mayor parte de tiempo posible, durante una semana, manteniendo cordura. Intentando no mirar los catálogos de ropa interior masculina o los anuncios de desodorantes por la tele.
De repente, la sorpresa. Me hallaba enfrascado en Adobe Illustrator, diseñando un isotipo que más bien me salió rústico que otra cosa, cuando sonó el celular.
- Amor soy yo- dijo su vocecilla de infinitos matices de dulzura. - Amor, ¿por qué no me llamaste a la casa si sabes que estoy aquí a estas horas? - Porque estoy en la puerta, esperando para que me abras.
La sorpresa y mis ganas de verle al fin provocaron una hecatombe en mi estabilidad. No sólo apagué la PC de golpe, sino que me olvidé de salvar lo que había estado haciendo. Total, ya nada importaba.
- ¿Qué haces aquí? -dije yo, luchando por cerrar la puerta y mantenerme en pie para sostener su pequeño cuerpo, que me embistió el cuello en forma de un feroz abrazo del oso. - Ya no podía más. Si no te veía hoy, me iba a morir.
Lo cargué hasta el sillón (haciéndole capachún) y lo cubrí de besos que más parecieron mordidas. Nos besamos demasiado. Cuando nos cansamos, recién pudimos hablar. No, sería atroz ponernos a tirar en ese mismo instante, porque ni siquiera habíamos conversado bien.
- No vamos a tirar. Cuéntame qué tal estuvo tu semana. - Okay -dije yo, y me saqué la casaca, embestido por una ola de calor corporal.
Sus ojos tomaron otra dimensión, se abrieron alcanzando casi el límite de su lecho y se tornaron kaleidoscópicos.
- ¿De dónde haz sacado esa camiseta? -inquirió con una voz desesperadísima. - Ah, me la prestó Funky. Es que me pareció media chacra y me gustó.
Había olvidado que tenía puesta una camiseta negra y ceñida que le arrebaté a Funky la última vez que vino de visita. Siempre solemos hacer eso, intercambiarnos la ropa. Quizás porque, aparte de ser de la misma talla, nos gusta escapar a la rutina.
- Pues te queda muy bien. DEMASIADO bien. - Me encanta que te encante. Bueno, entonces te sigo contado. Resulta que...
Le estaba contando un par de chorradas sin ninguna trascendencia que me habían ocurrido en la semana, pero percibí que él ya no me escuchaba. Me examinaba con una mirada enferma, repleta de descaro. Por un momento me sentí desnudo, cohibido, y entendí lo que sienten las chicas cuando quieren ponerse regias y no pueden por los mañozones y las miradas lujuriosas de los peatones.
- ¿Sabes qué? No debiste ponerte esa camiseta. Te voy a violar ahora mismo.
Y lo hizo. Con las justas llegamos al cuarto. Me violó y digamos que me dejé violar, fascinado por las mil y una ramificaciones que puede adquirir el acto sexual. Está demás decir que la última prenda que me sacó (con los dientes) fue la camiseta, que quedó empapada de sudores y otros líquidos no tan transparentes.
Al final me sentí usado. Abusadísimo, pero feliz. Si mi destino era quedarme con él, entonces conversaríamos de lo lindo cuando tuviéramos sesenta años. Por ahora nos dedicaremos a disfrutar de nosotros mismos, de absorvernos, si cabe. Lamentablemente, ya no estoy como para estos trajines. Eduardito me dijo para salir pero ya no pude, la espalda me dolía horrores y mis piernas parecían haber corrido la Decatlón. Y le dije "ya estoy viejo, no estoy como para estos trotes".
El mismo Billy, antes de irse, dejó muy en claro: "Si alguna vez nuestra vida se vuelve aburrida y no quiero tirar contigo, ponte esa camiseta". Pensándolo bien, la usaré para cuando estemos en público, o cuando salgamos con nuestros amigos, no me de bola o se ponga borde, como dirían los españoles. El que ríe al último, ríe mejor. Tira mejor, también. |
|
|
|
|
|
|
|
. |
|
|