Coitus interruptus
jueves, febrero 03, 2005

Cuando, con lágrimas en los ojos, comprobé el desfalco bancario de mi cuenta de ahorros que me impedía comprar una entrada de 50 dólares para el único concierto (caleta) que Fatboy Slim ofreció anoche, decidí hacer de tripas corazón, tirarme en el parquet de mi habitación, recoger con cuidado los vinilos de The Pastels que adornaban el piso y encender el equipo a todo volúmen colocando un mix-cd de mi idolatrado (y cuero) DJ británico. No lloré por Rodrigo, pero lloré por Fatboy Slim. Algo es algo.

Tuve que improvisar un pequeño pogo epiléptico para evitar que las lágrimas corrieran por mis mejillas, tratando de no hacerle caso al celular que me había brindado su faceta más mezquina, al recibir sólo respuestas negativas de mis amigos ante una petición de préstamo de dinero por mi parte. En el preciso momento en que emulaba los patéticos pasos que Christopher Walken coreografiaba en el increíble video de "Weapon of Choice", pisé una de mis All Star naranjas que permanecían olvidadas en un rincón de la habitación y, literalmente, me fui de cara al suelo.

No me sucedió gran cosa, a fin de cuentas una muerte accidental hubiese sido lo mejor, pero la vida es (siempre ha sido) muy mezquina conmigo. Tuve que bajar el volúmen del aparato y fue entonces cuando me percaté que mi celular sonaba, mostrando un número desconocido en pantalla. Intrigado, opté por contestar y... ¡oh sorpresa! era Otto, el delicioso europeo con el cual tuve sexo por webcam hace milenios y con el que me encontré, por casualidad, en el Café-Café, hace un mes, cuando tomaba un ice capuccino con Fer, mi amigo-fotógrafo-de-modas.

Otto me invitó a ir a tomar "unos tragos" al mismo café miraflorino, pero comprendí que el subtexto era llevarme a la cama. Coloqué el "Is this desire?" de PJ Harvey en el discman, ideal para aplacar mis ímpetus durante mis salidas nocturnas, y salí volando a tomar un taxi, en plena época de vacas flacas, que felizmente me cobró 10 soles hasta el Parque Kennedy. Caminaba tratando de pensar en otra cosa, intentando olvidar que hace 4 meses estoy sin sexo y luchando por disimular la erección que explotaba bajo mis calzoncillos. En una de las mesas de afuera, me esperaba Otto con una media sonrisa que no hizo sino aumentar mi morbo.

No tuve tiempo para más pesquizas. Como buen europeo que era, Otto conversaba conmigo con ojos totalmente embelezados, mientras armaba sus propios cigarrillos con papelitos de manteca y un paquete de tabaco (que mi incultura me hizo ver, con algo de trauma, como un paquete de marihuana). Bebí mi ice capuccino haciendo sonar la cañita, disimulando mi nerviosismo y esperé a que Otto terminara su segundo vaso de Cusqueña para proponerle ir a "caminar por ahí".

Nos sentamos en una banca del Parque Kennedy, algo que nunca suelo hacer debido a que los fletes, putos y puntos al paso que circulan por los alrededores. Me sentí mal al descubrir que la gente se detenía a observanos: ¿chico punk junto a un viejo gringo de camisa a cuadros y khakis? Me aterré al pensar que los transeúntes me confundiesen con un flete más, pero intuí que serían lo suficientemente cuerdos como para pensar que ningún flete usaría una camisa a rayas guinda proveniente del último catálogo de Springfield.

Otto me deboraba con una mirada de "a-qué-hora-vamos-a-tirar". Yo también me moría por recorrer con mis dedos la espesura del vello rubio que amenazaba por desbordarse bajo los pliegues de su camisa. Estaba esperando, obviamente, a que él ofreciese llevarme a su departamento. Cuando sentí que ya no podía más porque mi pene ya fabricaba pre-cum de tanta excitación contenida, quelque chose bizarre sucedió frente a mis ojos. Un gato pardo, de mirada triste, se recostó en un jardín frente a nuestra banca. Un espasmo recorrió mi espina dorsal al darme cuenta que el gato era similar al de "Breakfast at Tiffany's". De repente, una oleada de tristeza me invadió, al recordar aquella con la que me identifico demasiado.

La tristeza se convirtió en algo patético cuando el gato se abalanzó sobre una de las palomas que saltaban tranquilamente sobre el pasto. El gato cogió una paloma en el hocico, la sacudió e intentó engullírsela en el acto. Yo contemplaba la escena horrorizado, pero Otto pasó totalmente porque continuaba mirando mi entrepierna con insistencia. El gato se hartó de no poder tragarse a la paloma y la dejó allí tirada, moribunda, agitando dolorosamente sus alas. Yo era el único espectador que vivía con horror aquél teatro masoquista, incapaz de mover un dedo de lo anonadado que estaba.

La paloma agitaba sus alas cada vez con menos frecuencia. Agonizaba. Seguí atentamente cada uno de los movimientos previos a su muerte, y cuando por fin dejó de moverse, mis ojos se llenaron de lágrimas. Si hay algo que no puedo tolerar jamás es el sufrimiento y la muerte de los animales. Otto me preguntó qué me pasaba, y opté por responderle que el aire frío estaba amenazando con ocasionarme un dolor de garganta, y que no me sentía nada bien. Le pedí disculpas, prometí llamarlo la próxima semana, corrí por la avenida Larco como en "Run Lola Run", entré al baño del KFC hecho un rayo y allí, encerrado en un excusado, lloré con mucho sentimiento. El incidente me había entristecido, había malogrado mi noche y había erradicado el sexo una vez más, de mi vida.

Posteado por Cyan a las 11:56 a. m.
 
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