Juguete del destino
miércoles, febrero 16, 2005

Me levanté para ir a mi clase de francés y sentí un atmósfera etérea, como cuando en Macondo llovió durante cuatro años y el ambiente era tan húmedo que, según García Márquez, los peces podrían entrar fácilmente nadando por la ventana de las casas. Salí a la calle y estaba nubladísimo, una leve brisa que congeló mis brazos me advirtió que estaba haciendo frío en pleno verano. Sí, sólo pasa en el Perú. ¿Dónde está el sol, el calor, el bochorno? ¿Acaso el clima quiere mimetizarse con mi estado emocional, y por eso, me regala una triste y gris neblina de cielo color panza de burro?

Llego al salón de clase y estaba desierto. No podía ser, llegaba con 10 minutos de retraso, era imposible que fuese el primero en llegar. Me sentí como el delicioso Eduardo Noriega en Abre los ojos. ¿Qué es lo que está pasando? ¿He perdido la razón? ¿Me encuentro, como diría Fangoria, en medio del glamour de la locura? ¿Las pastillas finalmente me cagaron el cerebro? Bajé las escaleras compugido. Era demasiado pronto para volverme loco, y lo más probable era que la clase hubiese cambiado de salón sin previo aviso.

"Hoy no hay clase, joven" me dijo amablemente la recepcionista. "Estuvimos llamando para avisarle, pero no obtuvimos respuesta". No quería ponerme a pelear, y menos con una mujer con un empleo aburrido, mal remunerado y con una pésima permanente que no tenía culpa alguna. Lamenté no haber podido dar un par de vueltas más en la cama, ahorrándome el trabajo de venir hasta aquí. De nada vale llorar sobre la leche derramada. Y como el tópico de la presente semana es "resignación", entonces me dirigí de vuelta a casa sin quejas de ningún tipo.

Era tempranísimo, la ciudad aún no despertaba. No era como en New York. Annie Lennox cantaba "This city never sleeps" en Nueve semanas y media, pero Lima estaba lejos de serlo. Hasta los cobradores de combi bostezaban y levantaban aburridos sus carteles para llamar a la gente. Ya estaba de regreso, en un micro completamente vacío, similar a Night of the living dead, cuando de pronto lo vi. Más o menos llegando a la avenida La Molina, vi a Rodrigo cruzando la pista. ¿Por qué tuve en ese momento una taquicardia imprevista? Rodrigo, vestido con un polo azul y rojo, demasiado kitsch para su costumbre, se veía bellísimo de pie en el paradero.

¿Era el paso del tiempo o en verdad se veía más guapo que la última vez que lo vi? Rodrigo, dubitativo, frunciendo el ceño de sus pobladísimas cejas, hizo un gesto extraño antes de tomar una S, y lo adoré una vez más cuando, ya sentado en la combi, recostó su mentón en la mano y miró tristemente hacia la calle. Mi bus arrancó sin piedad y seguí mi camino, perdiendo a Rodrigo de vista. Era una gran suerte que la luz del semáforo cambiase tan rápido, pues de lo contrario, estoy seguro que me hubiese bajado para subirme a su mismo carro. El destino sigue jugando conmigo, poniéndolo una vez más en mi camino.

Posteado por Cyan a las 10:51 a. m.
 
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