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Le baiser (que tu m'as donné...)
jueves, marzo 31, 2005 |
Cyan, tengo que verte hoy mismo. Ya no puedo más...
Yo tampoco podía más. Nos habíamos despedido la noche anterior y sin embargo, al día siguiente, me daba cuenta que lo echaba de menos. Al poner sobre el tapete el tema de la impuntualidad, Billy se presentó en nuestro acostumbrado punto de encuentro diez minutos antes de la hora pactada. Portaba un t-shirt blanco, estampado con una reproducción exacta de la warholiana lata de sopa Campbell's, aquella serigrafía del rey del pop-art que se convirtió en un ícono de la cultura norteamericana los años sesenta. Esa misma lata de sopa de tomate reproducida un centenar de veces es la misma que decora una de las paredes de mi habitación. ¿es que, al igual que yo, Billy es también un fan a morir de Andy Warhol? ¿Por qué nos apasionan las mismas cosas? ¿será acaso mi alma gemela?
Eran casi las 12 de la noche, y el Jockey Plaza cerraba sus puertas. La gente arrastraba los pies para refugiarse en la entrada de los cines, pero a diferencia de días anteriores, la afluencia de público era escasa, sólo unas cuantas almas pululaban a esa hora por las inmediaciones, entre ellas Billy y yo. Le dimos una vuelta completa a las afueras del centro comercial, caminamos casi por el Jockey Club, estábamos completamente solos en la oscuridad, sólo la luna guiaba nuestro andar, y claro, los guardias de seguridad que no nos perdían de vista, por si acaso. Yo me limitaba a observar una y otra vez la lata Campbell's de su t-shirt, deseoso por tener en mis brazos a ese cuerpo frágil que empezaba a querer con sinceridad.
Cyan, me muero de ganas por darte un beso.
La tierna mirada que me lanzó minutos antes fue la antesala perfecta para digerir su propuesta. Sin embargo, ahí estábamos los dos, siempre con las odiosas comparaciones de lo que había pasado exactamente entre Rodrigo y yo. Cometí el primer error: lo llevé por las mismas calles de la avenida Manuel Olguin, intentando encontrar un refugio para dar rienda suelta a nuestros labios que se morían por tocarse. Fuimos hasta la avenida El Polo y volvimos a bajar, caminamos por cerca de dos horas. Las calles seguían desiertas, el silencio era mutuo, y de pronto, mi brazo tocó por accidente el suyo. Fue la primera vez que nuestras pieles se tocaban. Él no retiró su brazo, y seguimos caminando muy juntos, como si nuestros brazos hubiesen estado pegados con super glue.
Llegado el momento, cuando me sercioré que no había nadie más que nosotros en la calle y ningún carro circulaba, le tomé la mano con suavidad. Parecía la mano de un refugiado, temblorosa, delgada y empapada de sudor. Al principio no me gustó el contacto con una mano sudada, pero la tuve agarrada unos segundos antes de soltarla. Fue otro error decirle que me disgustó tocar su mano sudada, y él lo entendió. Se la secó con rapidez y a la segunda oportunidad que tuvimos, nos volvimos a tomar de la mano, esta vez sin soltarnos nunca más.
No me voy a poder resistir, Cyan, te voy a dar un beso ahora mismo.
Me lanzó una de esas miradas sublimes, con un puchero infantil, apretando mucho los labios en una mueca deliciosa, que en ese instante bautizé como la mueca de "quiero-besarte-ya". Se aproximó un poco, dispuesto a cagarse en todo, pero lo detuve con el brazo. No estaba bien, no quería ser ampayado in fraganti y terminar siendo una de esas parejas gays protagonistas de algún escandalazo en los reportajes de los programas políticos dominicales. Más bien, recordé aquél parque en el cual, a la luz de la luna, Rodrigo y yo nos besuqueamos con un poco de roce intenso. No me pareció la alternativa correcta, sin embargo, no teníamos otra salida.
Ni bien llegamos, noté que la luz de la luna era más intensa que la vez que fui con Rodrigo. Era una luna llena preciosa, como si anticipase la transformación de un hombre lobo. Pese a los rayos lunares, ese parque primorosamete cuidado, bajo los grandes árboles, estaba los suficientemente oscuro como para poder rendirnos ante el mutuo deseo. Lo primero que hicimos apenas nos sentamos en el pasto fue tirarnos a contemplar la luna. Estando allí, tumbado junto a él, comprendí que era la mejor noche de mi vida. Era alucinante. Y lo fue más cuando Billy, con una vocesita tierna, empezó a cantar:
J’ai demandé à la lune et le soleil ne le sait pas Je lui ai montré mes brûlures Et la lune s’est moquée de moi...
Estuve a punto de morirme. ¿Cómo era posible, por todos los cielos, que éste chico se sepa de memoria mi canción favorita de Indochine, que, además, hacía alusión al la luna que mutuamente observábamos? Estreché fuertemente su mano, y acaricié su mejilla. La luna se reflejaba en su mirada, y por un momento pensé que Billy iba a llorar de pura alegría. A juzgar por su rostro, estaba cerca de echar una lágrima. Me incorporé y me senté sobre el pasto. Él imitó mis movimientos y me miró fijamente, sin dejar de cantar, aproximándose hacia mí.
Et comme le ciel n’avait pas fière allure Et que je ne guérissais pas Je me suis dit quelle infortune Et la lune s’est moquée de moi...
No terminó de cantar porque fue él el que se aproximó a sellar mis labios en un beso intenso, cargado de, puedo adivinar, muchas malas noches de pasión reprimida por mí. Correspondí a su ansiedad con mucha tranquilidad, pero de pronto la luna, el parque, nosotros, todo me pareció entrar en una dimensión sobrenatural, un paisaje onírico que me provocó una descarga eléctrica en la espina dorsal. Estreché fuertemente a Billy contra mí y lo besé casi con salvajismo, devorando su boca, penetrando una y otra vez mi lengua para que chocase con la suya, luego de lo cual nos detuvimos, jadeantes, a mirarnos a los ojos con cara de ¿qué estamos haciendo?
Se lo dije claramente, mientras lo abrazaba y jugaba con sus cabellos desordenándolos un poco, oye, Billy, acabo de descubrir que me gustas muchísimo, no quiero enamorarme de tí. ¿Y si te enamoras de mí, que tendría de malo? me dijo él, a punto de colapsar de tanta emoción contenida. Lo percibí. Él tenía algo que decirme pero no me lo dijo. ¿Acaso ya estaba enamorado de mí? Yo no lo estaba aún, ¿no sería peligroso seguir con ése juego? ¿Qué hacer?
No me importa que no te llegues a enamorar de mí. Con el beso que nos acabamos de dar, ya puedo morir tranquilo. No te pediré nada más.
Pero yo quería darle más. Aquella experiencia fue la más apasionante, adrenalínica y maravillosa de mi vida. Se lo dije mientras, para ahorrarles sospechas a los vecinos, nos incorporamos sacudiéndonos el pasto de la ropa y nos dirigimos hacia la avenida. Nos despedimos con un fuerte abrazo que fue contemplado con una media sonrisa cachacienta por parte del taxista. Quiero hacer felíz a Billy. Esa será mi nueva meta. Y con ese pensamiento, busqué el CD de Indochine y lo coloqué en el discman, para alejarme caminando con dirección a casa, cantando a voz en cuello la canción que narraba todo lo que habíamos vivido esa noche.
On va s'embrasser et nos lèvres Vont se purifier Tu me donnes un baiser et nos langues Vont juste s'emmêler Et ta peau se mouilla, elle aura comme une goûte, Une goût de lait e te respire Sur ton sourire Le baiser que tu m'as donné pour t'aimer Je t'aime comme un fou Come to me... |
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