Heavy Petting
lunes, abril 04, 2005

-¡Hey, no puedo creer que hayas venido hasta aquí!

Estaba con un polo negro y una sonrisa de oreja a oreja, parado sobre la entrada principal de la PUCP cuando me aproximé para saludarlo. Quizá muy pocos puedan llegar a tomar en cuenta la molestia de tener que hacer un viaje desde La Molina hasta San Miguel (casi una hora y media en transporte público), pero ese fue quizás mi primera demostración de amor, o en todo caso, de cariño: ir a recogerlo hasta su universidad. Nos saludamos tibiamente con un apretón de manos, pues nos es casi imposible a estas alturas seguir reprimiendo lo que en verdad queremos hacer, es decir, darnos un gran beso y quedarnos abrazados en el centro de aquél tumulto de estudiantes que entraban y salían, y que de seguro nos quedarían mirando asombrados luego de llamar a Radio Patrulla.

Me conformé con estrechar brevemente su mano diáfana entre las mías. Me miró a los ojos con ese puchero delicioso, ese apretón de labios que en el fondo es una mueca para comunicarme lo feliz que está de tenerme a su lado. No necesitábamos palabras, ya en el teléfono gozábamos de nuestros silencios prolongados, sintiendo la respiración ansiosa del otro a través de la línea, conducta que ya se empezaba a manifestar en la vida real, porque cualquier otra clase de lenguaje nos era ajena, excepto el lenguaje corporal. Así, nos seguíamos conformando con devorarnos con la mirada, tratando de desviarla de vez en cuando hacia otro lado para evitar ser descubiertos.

Subimos a una combi con dirección a la Universidad de Lima. Habíamos quedado en asistir a la clausura de los talleres artísticos de verano, donde participaba una amiga suya. Experimenté una extraña sensación al tener que regresar a mi ex-alma mater. Él me repetía una y otra vez lo mucho que me quería, y lo increíble que sonaba el haber ido a recogerlo. Si el lector es lo suficientemente avispado, notará que servidor hizo dos viajes, de ida y vuelta, tan sólo para recoger al objeto de su afecto. Es decir, casi tres horas aplanando el culo sobre un asiento no tan cómodo. Si eso no es amor, entonces no sé qué es.

Ya en la combi, sentados uno al lado del otro, pusimos los morrales sobre nuestras entrepiernas, con el único fin de poder tomarnos de la mano sin que nadie se diese cuenta. Era la primera vez que hacía algo así dentro de un vehículo de transporte, y estoy seguro que fue la primera vez para él tambien. No nos mirábamos, sólo sentíamos el roce mutuo de nuestras pieles. Nuestras manos se estrujaban escondidas, fuera de la vista del resto de pasajeros. A veces yo tomaba la iniciativa e iba subiendo mi mano para poder acariciar también su brazo, delgadísimo, de una suavidad increíble. La acción más osada se dio lugar cuando la combi se fue quedando un poco vacía, nos cambiamos de sitio, nos fuimos al fondo y yo deslicé mi mano por entre los pliegues de la parte trasera de su jean, palpando su correa y deslizándome hasta acariciar el calzoncillo y el comienzo de sus glúteos. Al parecer Billy se quedó extasiado, pues se sentó casi de espaldas a mí, como indicándome que llevase mi exploración hacia terrenos mucho más profundos. A la hora de bajar, ninguno de los dos pudo ponerse de pie. Tuvimos que esperar a que nuestras erecciones sedieran y nos pasamos un paradero. Al bajar, sólo podíamos intercambiar miradas de complicidad. Ingresamos a la Universidad, que contra todo pronóstico estaba desierta. Tuve ganas de miccionar y le propuse ir al baño de la cafetería, sin ningún fin en especial salvo calmar mi necesidad fisiológica. Al terminar de vaciar mi vejiga, salí del excusado y lo encontré acomodándose el cabello frente al espejo. Tuve un impulso y luego de decir "no puedo más", le puse seguro a la puerta y lo jalé hacia mí, tomándolo por el brazo y estampando en su boca el beso más apasionado que le había dado hacia entonces. Él parecía estar algo sorprendido por mis ímpetus intempestivos, pero pronto se acopló a la situación y hasta llegó a superarme en pasión reprimida. Fue absolutamente genial. Estuvimos besándonos casi diez minutos sin parar, al cabo de los cuales salimos para disipar sospechas.

No tuvimos que mirarnos de nuevo para comprender que necesitábamos encontrar otro baño urgentemente. Lo llevé a mi antiguo refugio, al baño del tercer piso del nuevo edificio de la facultad de Comunicación, un espacio inmaculado, grande y raramente visitado por los estudiantes en el que años atrás le había hecho el amor repetidas veces a un compañero de clase. Esta vez, sin embargo, fue diferente. Ni bien entramos, Billy me propuso llegar hasta el final. Me quedé impactado con su declaración. Tras conversarlo, llegamos a la conclusión que un baño no era precisamente el lugar correcto para un acto de amor. En ese preciso instante, noté algo que me impresionó: para poder besarme, Billy tenía que empinarse, tembloroso, sobre las puntas de los pies. Lo abrasé con ternura, dándole besitos esporádicos en el cuello y tuve el impulso de decirle "te amo". Me asusté.

Tampoco llegué a decirle nada. Él me apoyó contra la pared y me subió el polo hasta los hombros, acariciando mi pecho, y besó tímidamente mis tetillas. Billy parecía impulsado por una fuerza incontenible, pues a continuación me bajó el pantalón y palpó ansioso mi pene erguido bajo el calzoncillo a rayas. Lo detuve. Billy alzó la mirada y me miró con ese gesto de perrito desvalido, esa mirada de Bugs Bunny en el capítulo en el que una bruja casi lo cocina en una olla. Era mi turno. Luego de subirle el polo, le bajé el pantalón y pude observar a la penumbra su cuerpo adolescente. Su calzoncillo estaba abultado, pero no llegué a palpar su erección. Lo que hice fue coger su trasero con las dos manos y acercarlo con violencia hacia mí. Me moría de ganas de hacerle el amor. Pero me contuve. Volvimos nuestra ropa a su lugar y nos tiramos en el suelo, observando el cielo raso del baño.

Estando echados sobre las frías mayólicas, Billy colocó su cabecita en mi pecho y yo acaricié su cabello, besando esporádicamente su frente, su oreja, su mejilla. Estuvimos cerca de veinte minutos, abrazados, y me sentí demasiado bien. Sentí, como ya había sentido antes, que quería protegerlo, que quería tenerlo en mis brazos para siempre. Quizás, en el fondo, ya estaba enamorado de él.

- Te quiero, Cyan... Te quiero más que a nada en este mundo.

Y le creí.

Posteado por Cyan a las 12:57 a. m.
 
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