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Le grand erreur
martes, abril 05, 2005 |
Ambos, aún tomados de la mano, atravezamos el pasillo que conducía al ascensor, sintiendo un nudo en el estómago y pisando a la vez nubes de algodón en lugar de las mayólicas del piso. Vivimos un momento de ensueño, en otra dimensión. Cuando salíamos de la mano, ambos nos sentimos como Naomi Watts en el primer plano de "Mulholland Drive": agobiados por las luces y los flashes de las cámaras de los paparazzis, con el ritmo en ralenti y la fotografía reventada y granulosa, de manera que sólo se podían divisar nuestros rostros de bordes blanquísimos sobre un fondo púrpura.
Al pensar en Lynch, me estremecí: todo era demasiado bonito como para ser perfecto. El mismo Lynch lo dejaba entrever en la primera escena de "Terciopelo Azul": un ensoñador campo de flores, un suburbio de casas inmaculadas con paredes pulidas y verjas blancas de madera. Muy bonito, pero debajo todo ese esplendor, en el subsuelo, bajo la tierra, se escondía un terrible secreto. Algo muy feo. Una oreja humana tirada sobre la hierba. O, yendo un poco más allá, recordemos "Twin Peaks": la maquinaria de las fábricas, los montes sepias y la cascada del río, y al pie de la playa, el cadáver de Laura Palmer envuelto en un plástico.
En resumen: cuando todo parecer ser maravilloso, siempre existe alguna dificultad muy bien escondida. Por eso no hay que confiarse. Y yo me confié demasiado.
Acabado nuestro sueño de Betty / Diane, seguimos cogidos de la mano, y pulsamos el botón del ascensor que nos llevaría al primer piso. El ascensor se abrió: no había nadie. La adrenalina nos subió de golpe como impulsada por aquellas películas de terror en las que el ascensor aparenta ser demasiado inofensivo. Por eso, y porque no queríamos terminar acuchillados como Angie Dickinson en "Vestida para matar", Billy me jaló del brazo y me estampó el beso más audaz de la noche.
En la penumbra del pasillo, y bajo la atenta (e inexistente) mirada del ascensor aún vacío, seguíamos devorando mutuamente nuestros labios, recostándonos sobre la pared y apretando nuestras entrepiernas. Bajo los pantalones, su erección y la mía se estrugaban angustiosamente y requerían satisfacer de una buena vez la pasión desatada. Estando allí, a merced de Billy, aferrándome a su cuerpo frágil y casi infantil, le dije algo que de forma inevitable salió de mis labios en un impulso de sobreexcitación.
-Me arrecha que seas virgen.
Movido por un terremoto emocional, Billy se alejó bruscamente de mí.
- ¿Qué pasa? - No me digas eso, por favor. - ¿Por qué? - Nada. No deberías haberlo dicho. - ¿La cagué? - ...
Calló. Se dejó caer deslizándose por la pared y se sentó en el suelo con la mirada perdida. Hasta ese entonces no entendía qué era lo que había hecho mal. Traté de sonsacarle alguna respuesta, pero no parecía querer dar explicaciones. Sólo miraba hacia el vacío con una expresión de profunda tristeza. ¿Desilusión, quizás? Me senté a su lado y lo abracé. Entendí lo mucho que la había cagado: Billy no me abrazó de vuelta. Sus ojos se congestionaron y empezaron a brillar. ¿Lágrimas? No lo iba a soportar. Si Billy lloraba, estaba dispuesto a tirarme por la ventana y acabar con todo de una buena vez.
- Billy, dime por favor qué es lo que pasa. Si lloras, te juro que me mato.
Billy alzó la mirada húmeda y sentí una hecatombe por dentro. ¿No se suponía que debía protegerlo? Literalmente, tuve la impresión que mi vida era una mierda. No podía hacerle esto a Billy, pero ¿qué le había hecho? Me enfadé. Pero no me enfadé por lo sucedido. Me enfadé porque había comprendido que LO AMABA. Y me había dado cuenta de ello demasiado tarde. |
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