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Crónica de una muerte anunciadísima
lunes, junio 13, 2005 |
Mientras tosía por décima vez, me veía irremediablemente a merced del resfrío, pero sólo fue tras una serie de convulsionados estornudos cuando comprendí que las sospechas eran ciertas: me aquejaba una de esas típicas gripes de cambios de clima, de asimilación ante el inclemente frío que aqueja Lima durante las brumosas mañanas del mes de Junio, por la época en que uno no sabe qué ponerse, pues a mediodía suele despuntar un solcito tímido, suficiente para obligar a deshacerse de dobles chompas y bufandas, al menos de Surco para arriba, porque para abajo no hay calor que valga: todo se consume en medio del atosigante invierno. De modo que al caer en cuenta que la tos no era una mera tosecita de gargajo, sino que también venía acompañada de la horrenda picazón en la garganta, caí en cuenta que tenía que tendría que tomar mi acostumbrada dosis de antibióticos, comenzando por Bactrim Forte y Apronax de 500 (a estas alturas note el lector mi avanzada experiencia en las lides de la automedicación).
A lo lejos, oí abrise la reja de la calle y el familiar tintineo de las llaves acompañado de la caminata cansina de los zapatos de cuero. Era mi padre que regresaba de viaje. Me alegré porque tuve la brillante idea de implorarle que me fuese a comprar los medicamentos a la farmacia de la esquina, con la finalidad de resguardarme de las violentas ráfagas de frío helado. Aún cuando bajaba las escaleras no lograba preveer la tormenta que se avecinaba.
- Hola papá, me puedes ir a compr... - Quería hablar contigo. Tu abuela me ha contado por teléfono que te encierras todos los días con un chico en tu cuarto.
Mèrde. Así, sin anestecia ni nada, amenazaba por desbalacear mi balanceadísimo estado de ánimo. No convenía venirme al suelo en ese momento. En el transcurso de los breves segundos que me tomó urdir la coartada perfecta, esgrimí una auténtica expresión asombro. Porque en verdad lo estaba. Hasta ese entonces, pensé que mi abuela era más sorda que las lagartijas.
- ¿Qué? -repliqué yo. - No sé, así dice. - ¿Qué más dice? - Dice que se encierran en tu cuarto con la luz apagada. Vaya Dios a pensar qué estarán haciendo, tú sabes que tu abuela es vieja y tiene un pensamiento retrógrado. Puede ser que estén teniendo relaciones contranatura, pedofilia, bestialismo... - ¿Mi abuela te ha dicho eso? - No, pero lo sugirió.
Resulta curioso que no dijera mariconadas sino relaciones contranatura. Pero lo que más me llamó la atención fue que mencionara la palabra pedofilia. Porque viéndolo bien, era eso precisamente lo que ocurría. En buena hora agradecí al cielo por haber estudiado teatro durante mi adolescencia, pues la actuación enseña a mentir. Y en la vida real suelo mentir muy bien. Al menos de la boca para afuera. Tome nota, querido lector. Primera lección para mentir a la perfección: mirar fijamente a los ojos al interlocutor. Un mentiroso siempre esquiva la mirada. Segunda lección: dominar el temblor de la voz, aunque sintamos sapos y culebras en el estómago. Tercera lección: sonreír, no reír, sonreír con sinceridad, abriendo bien los ojos para disipar cualquier destello de ensayado simulacro.
- Ay, papá, mi abuela está loca - le contesté, moviendo la cabeza y sonriendo con indignación. -Cuando venía Addy Possa también me decía "ay, qué barbaridad, qué hace Cyancito encerrado en su cuarto con esa chica, por Dios". - Sí pues, pero Addy es una chica. En cambio tú te encierras con un hombre, y eso es más sospechoso. - Déjala que sospeche, papá. Mi amigo Billy viene siempre y nos encerramos en mi cuarto porque estamos formando una banda de rock que se llamará BomiToni. Ponemos música en el equipo y entre los dos vamos componiendo las canciones. - De todas maneras no deberían encerrarse. Dice que cuando llame tu mamá le va a contar todo. - No te preocupes, yo hablaré con mi abuela.
Mi padre se retiró arrastrando las maletas hacia su dormitorio, con una infinita expresión de cansancio. A estas alturas, me daba igual lo que fuese a pensar él, pero ¿y mi abuela? Podría irse de boca con mi madre y ahí sí que se armaría un bolondrón. No sólo afectaría su salud sino que me despediría de la herencia familiar y también del departamento que ha prometido comprarme cuando emigre a Europa. O sea que deberé agregar una preocupación más a mi abanico de problemas domésticos. Antes de tomar la decisión de hablar con mi abuela y enfrentarla, se me vino a la memoria un pasaje de "Cien Años de Soledad", cuando Amaranta urdió la definitiva solución que pondría fin a su rivalidad con Rebeca: verter un chorro de láudano en su taza de café. |
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