|
|
|
|
Beethoven was deaf
miércoles, junio 08, 2005 |
Es raro. Algunas veces los malos presentimientos suelen atestarse bajo la maraña de pensamientos post-oníricos al fin de una jornada en los brazos de Morfeo. Sin embargo, cuando desperté esta mañana, no advertí atisbo alguno de concupiscencia, ni sobresalto de espíritu. Tan sólo la laguna de orín de mi perro decrépito sobre el parquet de mi dormitorio pudo haberse interpretado como una mala señal, y ni por eso me sobresalté. Acostumbrado a lidiar con la senilidad de los seres vivos (mi perro y mi abuela), me dispuse a quitar la mancha del suelo, más por prevenir a mis dormidos pies de posarse sobre la meada, que por eliminar el vaho de la habitación. Además, por ayudar a Billy en un trabajo universitario, se me hizo tarde y tuve que tomar un taxi para no llegar tarde a clase de francés. Por un momento deseé que el taxista fuese la versión humana de Meteoro.
Al salir de la Alianza Francesa, cerca del mediodía, me encontraba en mi acostumbrado paradero de la Universidad de Lima, inclemente ante el púlpito de estudiantes que se sobaban los dedos de frío y al malhumor de los cobradores de combi. Como dirían Alaska y los Pegamoides, me hallaba en otra dimensión, por culpa del discman, que a estas alturas se ha convertido ya en una parte prolongada de mi cuerpo. De repente, cuando un bus se estacionó en paralelo a la calzada y varios estudiantes corrieron para abordarlo, me sentí empujado con cierta violencia, e inclusive debí colocar un pie sobre la pista para evitar una posible caída. En el interín de las acciones, noté al cabo de un estado de desmimetación simultánea a la música por culpa del empujón, que algo acababa de cesar. Me invadió un silencio sepulcral. La presión de los audífonos sobre las orejas me recordó que aún los tenía puestos, pero no se escuchaba rien de rien. "¿Sería que se acabaron las pilas?" me apresuré a pensar. Al deslizar la mano por la solapa acangurada de mi bolso marrón, palpé el extremo del cable de los audífonos, y descubrí que descansaba sobre el aire: el discman había desaparecido.
Al principio no pude creerlo, y después caí en cuenta que podía haber sido un robo, mejor dicho, que me habían robado, aprovechando la turba de jóvenes que subían a un bus que ni siquiera tomé. Traté de asimilar la situación, buscando en mi subconsciente alguna pizca de conmoción, pero no la encontré. Sencillamente, me encontraba en shock, como esas personas que pierden de improviso a un ser querido y no sueltan el llanto hasta días después, incapaces de reaccionar a su debido momento. Eso fue lo que me pasó, más o menos, en parte porque también descubrí que era la primera vez que me robaban, por inverosímil que parezca.
En el camino de regreso, me quedé abandonado a mi suerte por las sendas de la meditación/desvarío de quien acaba de sufrir un asalto. Asalto a medias, pero asalto al fin y al cabo. Recordé, como en esas películas donde el inspector va atando los últimos cabos, que el discman me lo arrebataron con un disco dentro, y ese disco no era otro que uno de Collective Soul. Invadido por un súbito dèja-vu, me vi a mí mismo días atrás en mi habitación, limpiando el polvo del librero donde reposa mi colección de CDs, y eligiendo uno en especial. Se trataba del disco homónimo de Collective Soul, original del año 95, que adquirí en Viña del Mar, durante mi viaje de promoción a Chile. Me vi a mí mismo, con mis compañeros del colegio, viviendo las postrimerías del grunge, echados en el piso del recreo escuchando "December" en la radio portátil que alguien se había traído a hurtadillas de su casa, y luego bailando al ritmo de la histeria de "Gel", que fue donde finalmente comprendí que debía comprarme aquél álbum.
Posteriormente descubrí la genialidad del mismo, con surcos como "When the river flows" o la intensa "The world I know", que escuchaba por primera vez, caminando a paso lento, mientras mis amigos corrían por las calles de Viña tratando de tomar fotos de todo y de todos, ansiosos por llegar al bus que nos llevaría a Santiago. Durante ese viaje me sentí por primera vez adulto, lejos de mis padres, capaz de tomar mis propias decisiones y a la deriva del yugo familiar. Abrumado por los recuerdos de la Promoción 1996, tomé el precioso disco de caja transparente amarilla (en edición europea) y me animé a colocarlo en mi escritorio para tenerlo a la mano. No lo había escuchado desde hacía un par de años. Hoy que finalmente me decidí a ponerlo en el discman, ocurrió la tragedia.
Lo peor es que a la par descubro que no puedo vivir sin música en las orejas. El trayecto se me hizo largo, larguísimo, y comprendí que, efectivamente, La Molina era el culo del mundo. Transité por las calles de mi barrio como un autómata, como alguien que ha perdido la orientación o como alguien que va a morir. La injusticia no perdona. El crímen no paga. Y Beethoven, que fue un genio, también fue sordo. |
|
|
|
|
|
|
|
. |
|
|