Hijo de tigre sale rayado
jueves, junio 30, 2005

Mi abuela se masturba. Al menos eso fue lo que pensé en el preciso instante en que quise entrar a su dormitorio sin previo aviso, y sin tocar la puerta. Las relaciones con ella a partir del episodio de sus sospechas hacia Billy han venido fortaleciéndose saludablemente, teniendo como denominador común la mutua complicidad, pues como bien recordarán, es casi improbable que una vieja senil, devastada por la edad y encima toxicómana (porque lo es, me consta, tengo pruebas fehacientes del delito) vaya a encontrar inverosímil la manoseada historia de las encerronas de su nieto con un chico casi párvulo, para luego salir bien bañaditos con el dizque cuento de estar ensayando en aras de convertirse en la próxima banda de rock que pateará el culo a cuanto wannabe se encuentre en su haber.

Para evitar que este relato suene a tomadura de pelo, creo conveniente establecer algunos puntos desconocidos sobre la historia de mi abuela. Es madre de mi madre y única sobreviviente de la primera generación de la capa exterior de mi familia nuclear (revisen sus textos de Educación Cívica), pues lo padres de mi padre fallecieron antes de que yo viniese al mundo. Mi abuela tuvo a mi madre a los 16 años, fruto de una unión arreglada y planaeada milimétricamente con éxito por mis bisabuelos en lo que fue una jugada maestra. Casaron a mi abuela a los 15 años con un fabricante norteño, por ese entonces propietario de una fábrica de papel, tras lo cual, al cabo de un año, tuvo su primer retoño, que fue mi madre. Las malas lenguas de las altas jerarquías de Trujillo aseguraban que mi madre fue en verdad producto del ardid apasionado de mi abuela con un funcionario de la fábrica, pero esas son habladurías que no vale la pena mencionar, aunque sí investigar, porque por un extraño estigma del destino, mi abuela nunca quizo a mi madre, razón suficiente como para mandarla a estudiar a Lima ni bien empezó a aflorar su adolescencia.

De pequeño, mi madre solía contarme sobre la altivez y los aires de Catalina Krill de mi abuela. No sólo sometió a mi madre a absurdos y puritanos sistemas de crianza, sino que en el colmo de la castración filial, erradicó de la casa a todos los adolescentes que pretendían ser sus enamorados y hasta llegó a humillarla con no dejarla ir a fiestas, mutilarle las reuniones juveniles, negarle el permiso para asistir al viaje de promoción e inclusive prohibirle coleccionar revistas de ídolos de la nueva ola, o las revistas femeninas tipo Vanidades con Twiggy y Jane Fonda en la carátula, que era lo que acostumbraban a coleccionar las quinceañeras por ese entonces, porque hay que recordar que corrían los años sesenta.

Tras la muerte de mi abuelo, unos diez años atrás, mi madre fue la primera en negarse a acoger a mi abuela, pero tuvo que hacerlo porque mi tío, el segundo hijo de mi abuela, vivía en Chile en esa época, y en su condición de mujeriego empedernido aún soltero, se negó a postrarse ante el yugo de la implacable matriarca. Curiosamente, la única persona a la cual mi abuela parece querer de verdad, es a mí. Recuerdo haber sido mediador, de pequeño, de cuanta disputa familiar estallaba en casa. Hacia mi temprana adolescencia descubrí que había heredado sus mismos hábitos y disfunciones, como por ejemplo, el afán de automedicarse. Mi abuela, más que hipocondríaca, suele inventarse cuanta enfermedad existe para poder hacer lo que le de la gana con lo que los médicos le prescriben. Más de una vez ha estado al borde de la muerte, tras tomarse alguno de los antidepresivos que yo tomaba y solía olvidar en la cocina o en cualquier otro lugar.

Por eso, cuando nos quedamos solos en la casa, he tratado de trazar una existencia paralela a la suya, con el objetivo de coexistir en paz. Su personalidad y los arrebatos de su indomable carácter ocasionan que choquemos de vez en cuando, aunque sigo pensando que lo mejor sería que ella deje de existir, de una buena vez. Sin embargo, anoche entré a su dormitorio para preguntarle quién carajo se estaba acabando mis cremas para el cabello que mi madre me manda de Miami, cuando vi su silueta recortada por el resplandor del televisor, abierta de piernas y con ambas manos posicionadas en aquella incuestionable parte de nuestra anatomía. Nada del otro mundo, de no haber sido por el extremo de su bata subido hasta la cintura y su calzón blanco de bombacho sostenido entre sus canillas. ¿Qué estaba haciendo?

Quise pensar que se trataba de un malentendido, que quizás acababa de tomar un baño y se estaba colocando lentamente la ropa interior, pero llevaba tanto tiempo en esa posición que la situación empezó a prestarse a curiosos malentendidos. "¡Abuela!" le grité, y ella reaccionó entre sorprendida y avergonzada, y acabó de vestirse con una rapidez que ni sus atrofiados huesos le habrían permitido antes. Me olvidé lo que le iba a preguntar y por primera vez en la vida le sonreí con verdadera alegría y también, por primera vez, le dije "que pases buenas noches", mientras cerraba la puerta, abandonándola a sus delirios seniles, pensando que sólo a mí me pueden pasar estas cosas dignas de una película de John Waters y que debería ponerme a escribir un guión acerca de lo que acababa de pasar, con el improbable título de "Las increíbles aventuras de la abuelita dinamita". De seguro ganaría al menos la Palma de Oro en Cannes.

Posteado por Cyan a las 1:36 p. m.
 
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