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Venganza agridulce
viernes, julio 01, 2005 |
Hoy, movida supongo por la angustia de haber sido acorralada en su propio juego, léase ampayada masturbándose en su dormitorio (o cualquier otra actividad que nunca conoceré porque me causa infinita vergüenza preguntarle, a no ser para chantajearla sin piedad), mi abuela planeó la venganza más vil e inteligente que alguna vez pudiese concebir. Como principal encargada de mi balanceada alimentación, producto de los caprichos de hijo único y otrora pijo, que incluyen la erradicación total de verduras y legumbres, y la elaboración de un menú detallado a base de pollito frito con papitas doradas o ciertas menestras suaves, y si son instantáneas tanto mejor, pues como buen fan de Warhol hay que hacer del consumismo un deleite de buen comensal.
Es por eso que cuando bajé a la cocina, escuchando a mi paso las quejas de la empleada de turno, vapuleada (como siempre) por las órdenes de mi abuela, encontré a la vieja pajera apagando las ollas y colocando con delicadeza los amorfos bordes de lo que parecía ser uno de los vegetales que más detesto: el brócoli. Mi abuela cocinó brócoli saltado, con pedacitos de pollo frito como para rematar el gustito de su venganza que ya había empezado a consumarse, en ése preciso momento. Un día de estos me volveré loco y le autoinflingiré una forzada eutanasia.
- ¿Qué significa ésta mierda?-pregunté yo, enfadadísimo. - Esa mierda es comida saludable -replicó ella, conchudísima.
Resulta curioso si lo analizamos desde el punto de vista regresivo, pues la primera palabra que aprendí con mi abuela, la primera palabra de todo aquél maravilloso léxico de la lengua castellana, fue mierda. Primero me indigné e intenté tragar de un sólo bocado tan asqueroso mejunje, ya de lleno en los brazos del hambre y porque no quedaba nada más que comer. Una barra de Snickers tampoco era precisamente un almuerzo. Después mi estómago, acostumbrado al junk food y al instant lunch, no actuó como lo esperado y se me vino un huayco torrencial en el cual erradiqué medio plato sobre el suelo recién lustrado y oliendo a Pinesol. Mi empleada me mandó literalmente a la mierda en su masticado lenguaje aguaruna. A continuación decidí hacer de tripas corazón ante el ramillete de pensamientos herejes que se me vinieron a la cabeza como consecuencia de la visión apocalíptica de los niños pobres de Somalia y demás perlas sociológicas. Cual chica con bulimia, vertí el contenido del plato (tras tomarle una interesante instantánea que reproduzco líneas abajo) en la taza del excusado y jalé la cadena entre muerto de hambre y feliz. Luego me fui.
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