La boda
lunes, setiembre 19, 2005

El viernes se me ocurrió salir a clase en camiseta corta luego de la ducha de agua tibia, pues hay que recordar que estamos en La Molina y a esa hora de la mañana despertaban unos cálidos rayos de sol ajenos al resto de la ciudad. Eso fue lo que debí recordar al subir al micro sin portar abrigo o casaca alguna, porque hacia la avenida Los Frutales el cielo se nubló bruscamente y la humedad me escarapeló el cuerpo. A mediodía, cuando regresé a casa para retomar mis labores matutinas, ya no era el mismo de antes. Me estragaba un dolor de garganta fatal y una congestión nasal capaz de levantar en peso la casa entera con mis estornudos. Debía de darle la mala noticia a mi novio: en la noche no podría acompañarlo al Cinematógrafo a ver "Mullholand Drive", uno de nuestros filmes predilectos.

A las cinco de la tarde el cuadro era grave. Mi alegría de volver a automedicarme había fracasado: Cetiricina, Panadol, Apronax y Teraflu demostraron juntos su incapacidad de mejorar mi salud. Me hallaba aferrado a una frazada, más chino que nunca. El virus era tal que hasta los ojos me picaban y lagrimeaban. De pronto, sonó el celular, dando paso a una vocesilla inquieta.

- ¿Me abres la puerta? He venido a cuidar a mi novio enfermo.

Puedo decir con orgullo que aún me emocionan sus visitas sorpresas. Qué va, me emociona todo lo relacionado a él. Me dirigí al baño en tropel tratando de arreglar mi cara convalesciente y mi cabellera despeinada a lo Nicola Sirkis, dominando mis ganas de correr a abrirle y odiándome por no estar más presentable. Vano intento. Al bajar las escaleras dando saltitos de emocionado imbécil me arrepentí de no haberle abierto antes.

Cuando le abrí pasó lo mismo de siempre: yo aferrándome a él, succionando la poca energía de su pequeño cuerpo. A duras penas cerramos la puerta, nos quedamos abrazados en la silla frente a la computadora. Hacía más una semana que no nos veíamos y la erupción volcánica en nuestra entrepiernas era evidente. Pero tampoco podíamos hacer nada, al menos no en el estado deplorable en el que me encontraba. Tan sólo nos conformamos con un breve rough play por sobre la ropa y algunas lamidas bajo la camiseta. Y, como acostumbra a suceder, no pudimos amainar la pasión.

Acabamos desvistiéndonos y haciendo el amor sobre la silla. Pese a mi incapacidad de disfrutar el polvo a plenitud por mi catarro, la pasé de maravillas y concordamos en que debíamos fornicar allí más a menudo. Luego nos vestimos para abrigarnos bajo mil frazadas, exhaustos, dispuestos a dormir una siesta, porque además se hacía tarde para que él regresase a su casa.

- Mi amor ya no puedo más, quiero casarme contigo -dijo él.
- Pero tu no quieres -le respondí, tristemente -me cansé de proponértelo. Me dijiste que eras muy joven para casarte.
- Tú eres todo lo que necesito. Quisiera estar junto a tí para toda la vida.

Eso era el colmo de la ñoñez. Y aún así había logrado conmoverme.

- Quiero morir junto a tí -gimoteó.

Esta vez fue demasiado. Sentí que había llegado al fin de mis días. Ya no tenía nada por qué luchar, nada más qué obtener.

- De acuerdo -asentí- o sea ni cagando vamos a casarnos con todas las de la ley porque acá no se puede, ¿no? Entonces haremos una reunión con nuestros amigos e intercambiaremos anillos.
- No quiero un anillo -respondió mirándome a los ojos- quiero casarme contigo ahora.

La verdad es que ni siquiera me había puesto a pensar qué debía hacer si llegaba ese momento. Lo mejor era actuar como lo estaba haciendo, con sinceridad. Por eso y por todo, me puse a llorar de pura felicidad de chico realizado.

- Hazme la pregunta -dijo él, también llorando.
- ¿Billy, quieres casarte conmigo y ser mi fiel esposo en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe? -le dije, repitiendo de memoria los votos que me planteé desde la adolescencia.
- Sí -dijo él, limpiándose la nariz con el brazo- ¿Y tú Cyan, quieres casarte conmigo y ser mi fiel esposo en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe?
- Claro que quiero - respondí, pensando en que podría morirme en ese mismo instante.

Y seguimos llorando y abrazándonos y amándonos, separándonos por lo avanzada de la hora y haciéndonos la promesa que nada sería como antes, pues desde ese momento habíamos pasado a convertimos en uno solo. No pudimos llegar a los seis meses de noviazgo. Tampoco me importó mucho. Qué poco me duró la soltería. A partir de hoy asumiría un nuevo reto: mi faceta de hombre casado.

Posteado por Cyan a las 12:41 a. m.
 
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