|
|
|
|
El arte de decir que no
martes, octubre 25, 2005 |
Me pareció extraño mirar atrás y no ver ningún automóvil por los alrededores. Tampoco habían personas. Por una vez, suspiré al encontrarme completamente solo en medio de la acera. Pero ni aún así disminuí el paso, ni saqué las manos de los bolsillos. Las líneas del pavimento se multiplicaban como jeroglíficos, similares a los garabatos que se hayaban inscritos en mis pensamientos. Me sentía absorbido por alguna dimensión etérea, como en esas películas donde el protagonista regresa al lugar preciso del que partió, al inicio de su jornada; o esos sueños esporádicos, cuyos lugares y demás personajes se transfiguran con el fondo, dejándolo en el epicentro mismo de una plaza de calles e individuos sin formas definidas.
Después de todo, eran casi las diez de la mañana. No había que exigirle demasiado al tiempo. Aunque el tiempo, minutos antes, se agotó. Mi conciencia también. Sólo recordaba sus últimas palabras, que remitían, una vez más, al tiempo. Me sentí un meteorólogo. Había pasado un par de horas convenciéndome a mí mismo de que no pasaba nada, pero más tardaba en repetírmelo que en escatimar en esfuerzos inútiles. El daño ya estaba hecho. Sólo quedaba esperar.
Para distraerme, entré en la primera tienda de discos que se cruzó en mi camino. Tenía ganas de pasar de todo, inclusive de los vendedores que se acercaban a ofrecerme su ayuda. En la huída tropecé sin querer con un hombre alto. Me limité a pedirle disculpas y a sumergir la mirada en las hileras de discos que se encontraban frente a mí. El hombre no me quitó la mirada, al contrario: siguió observándome con interés. Pensé que se trataba de otro intolerante dispuesto a burlarse de mi forma de vestir, como acostumbra a ocurrir. No obsante, al corresponder la supuesta mirada inquisidora, me encontré con dos pedazos de cielo.
Debía tener un poco más de treinta años, y era alto, muy alto. En una fracción de segundo acabé de definir lo que más le gustaba de él: sus ojos y su altura. El resto de cosas, como su sonrisa plagada de dientes níveos, las descubriría después, al aceptar un café como agradecimiento por haberle ayudado a encontrar el disco de Susana Baca que tanto estaba buscando. Y lo acepté porque, a fin de cuentas, era sólo un café. Nos sentamos en la sección de no fumadores de un café al que solía ir cuando me agarraba la melancolía.
Se llamaba Benoît y estaba muy orgulloso de haber nacido en Bruselas. Eso fue lo único que pude rescatar de su avalancha de francés aceleradísimo. No obstante, me sorprendió más cuando sacó el disco de Susana Baca que le ayudé a encontrar, y me pidió que le firmara una dedicatoria, alcanzándome una estilográfica muy fina. Cometió un gran error, porque yo con una pluma o con un teclado delante, no hay quien me pare. Escribo lo que me sale del alma, sin poner reparos en la sinceridad. Y fue precisamente eso lo que puse. Que no habían pasado ni cuarenta minutos desde que lo conocí, y que sin embargo ya estaba fascinado por aquellos ojos celestes y esa amplia sonrisa de dientes pálidos.
Pensé que se horrorizaría, o que me saltaría encima, lo cual en verdad deseaba en esos momentos. Pero lo leyó con una mueca de auténtica devoción y volvió a acomodar el folleto recién escrito dentro de la caja del CD. Creí prudente agradecerle por el café, aprovechando el derroche de buenos deseos para irme de una vez, pero ni él ni yo pudimos movernos de nuestras sillas. Nos quedamos departiendo una hora más, al término de la cual pasó lo que tenía que pasar.
Habían bastado dos horas, sólo dos horas para dejar de pensar en todo, y ponerme a barajar las posibilidades de echar un polvo con él. En primer lugar, lo necesitaba, pues acababa de tener una discusión terrible con mi novio y hasta habíamos hablado de terminar. En segundo lugar, oportunidades como esta no se me presentaban todos los días. Y ni bien lo pensé, me arrepentí. No podría soportar una infidelidad, así estuviese quemándome por dentro, como en efecto estaba sucediendo.
Benoît sugirió caminar un poco para estirar las piernas. En cambio yo tenía estirada otra cosa. Caminando a su lado me sentí como un párvulo en edad de amamantar. Su espigada altura prolongaba mis fantasías. Me preguntaba como se sentiría tenerlo encima de mí, con esas piernas sobre la cama, tendidas como un par de bloques de concreto. Comencé a tener otra perspectiva del environement. La primavera nos lanzaba los primeros rayos de sol de la mañana. El calor primaveral ocasionó que se soltara un par de botones de la camisa. Oh maravilla, salió a relucir una jungla de vellos rubios que corroboraron mi malestar: quería perderme en la inmensidad de ese cuerpo, y quería hacerlo ya.
Pareció tener dotes de clarividencia, poque finalmente sugirió ir a su hotel, que quedaba unas pocas cuadras más allá, para "descansar" de nuestro largo paseo. Y ya para ese entonces me había hecho la idea de que iba a ser infiel. Por lo tanto, quería terminar de una vez por todas con ese suplicio. No me ocuparía de él, ni de nada material. Sólo de mí. Sería como una autocópula. Y ni por eso dejé de sentirme mal. Ni siquiera cuando ya estábamos dentro de la posada para turistas donde se hospedaba y mirábamos la televisión. Mejor dicho, él la miraba, porque yo lo miraba a él. Benoît comprendió de inmediato lo que ocurría.
Sin confesármelo directamente, pude leer en sus ojos el significado de su temor. El miedo lo delataba. No hicieron falta palabras para entenderlo, pues aquello era mucha coincidencia. Ambos estábamos como un par de desterrados en el desierto de la incertidumbre. Creí prudente corresponder su sinceridad con la noticia de que yo también tenía novio, y que debería irme en ese mismo instante, pues me aterraba lo que fuese a suceder.
Recogí mi morral del mueble, mientras él me esperaba en la puerta con verdadera melancolía. Nos fundimos en un abrazo de mutua necesidad, como dándonos fuerzas de flaqueza. Y fue el segundo error, porque prolongamos el abrazo hasta el dormitorio. Nos recostamos en la cama, abrazándonos con fuerza, durante casi media hora. Pude sentir su respiración, el tacto de su cuerpo, el deseo que intentaba reprimir. Mi erección se frotó con su cintura, y él fue lo bastante delicado como para no mencionarlo. En mi mente, le di las gracias. No era pecado excitarse. La noche cayó, haciéndonos reparar en el paso del tiempo, terminando con el abrazo y nuestro affaire de una tarde. Salí de aquél departamento sin mirar atrás, sin dejar ningún teléfono, ninguna dirección, con el deseo oculto que él también olvidara lo que ocurrió.
Me encontré nuevamente sin rumbo fijo. Pero ya estaba de vuelta en la realidad. Como primer signo de reconciliación con la cotidianeidad, prendí el celular que apagué cuando fui a tomar el café con Benoît. Habían 5 llamadas perdidas de mi novio, y un mensaje pidiéndome que lo vaya a recoger a la salida de la universidad. Al sentir la angustia entre el mar de estudiantes que salían de clases, y al ver su sonrisa en medio de la borrosa neblina de la noche primaveral, comprendí que las divergencias habían tomado la brecha del olvido. Y retomé, junto a él, lo que había dejado atrás. El camino de la felicidad.
UPDATE: Acabo de inscribir este post para el concurso. De resultar ganador, espero que me den mucho más que un polo extra large. Por cierto, Vodkita y "la Human" se ven regios.
|
|
|
|
|
|
|
|
. |
|
|