Tiempos de cambio
martes, noviembre 29, 2005

Lima puede ser una ciudad opresiva y maravillosa a la vez. Lima es mi ciudad. Hace una década, entre el fulgor de la adolescencia y los sudores de un descubrimiento sexual algo vergonzozo (al menos al principio), solía odiarla. Me tomó muchos años aprender a respetar cada centímetro del pavimento, cada partícula de polvo que me separa de los lugares que suelo visitar para no sentirme angustiado.

Lamentablemente, Lima es también una ciudad de pocas oportunidades. Aprendí a amarla así, tardíamente, porque no me quedaba de otra. ¿Conformismo? Quizás. pero me di cuenta que existía mucha gente alrededor de mi burbuja. Había que romper superficies y tabúes. En el proceso, fui conociendo personas. Buenas y malas, pero que abrieron su espacio emocional para albergar mis inestabilidades. Algunas se fueron, otras se quedaron, y junto a ellas fue que una soleada mañana de verano, aislado de los días grises de invierno, del aburrimiento de la rutina, de la depresión que te hiela el alma y te ataca como un puñal en el paladar, cuando descubres que has pasado cinco años de tu vida estudiando para cumplir una ilusión cada vez más lejana, cuando te das cuenta que no tienes el coraje de otros, cuando te sientas a llorar y te preguntas por qué eres tan débil, por qué nunca estás a la altura de las circustancias, por qué dudas si sabes que puedes comerte al mundo entero (y tú lo sabes), por qué sigues aquí; junto a ellas precisamente es que caes en cuenta que Lima, a pesar de todo, es bien bonita.

Y vas descubriendo todo lo que sigue después. Descubres que te gusta escribir. No te gusta: te excita. Te parece inimaginable la manera cómo te sientas frente al monitor, observas un documento en blanco, vacío, de nívea corrosión, e inmediatamente te pones a escribir cuanta chorrada te venga a la mente, y lo haces como si se te fuera la vida en ello. Tu habilidad para teclear es mucho más ávida que la de una secretaria con moñito y gafas de película porno, sigues escribiendo y sale humo del teclado, nadie te para, no puedes detenerte, todo fluye, todo es maravilloso, ¡oh Dios, que nunca pare esta sensación! Y es ahí cuando te percatas de que estás perdiendo plata, y que si todo el mundo lo hace ¿por qué es que acaso tú tampoco puedes salir al ruedo?

Y luego la gente te dice "oye, me gusta las huevadas que escribes" y te sientes orgulloso, orgullosísimo, y quieres hacerle el amor a esa persona y guardarla como un souvenir, tirarla a un contenedor y conservarla en casa para que la próxima vez que alguien te lo vuelva a preguntar, tengas ya la prueba fehaciente de tu talento, y saques a la persona en cuestión, ya desnutrida y aburrida de permanecer un contenedor, y la obligues a hablar para que acabe repitiendo que sí, que este huevón escribe de la puta madre. Una vez te lo dijeron, pero después no faltó quien te comparó con escritores que tú consideras inferiores a tí. Porque claro, tu sueño es que digan "uy qué lujo, qué gracioso, es tan divertido como leer a la mismísima Dorothy Parker", cuando en realidad viene cualquier hijo de puta que te dice que escribes como Bayly, o lo que es peor, como una copia barata de Bayly.

Pero eso te llega al huevo y al final, tu sensibilidad artística, tu positivismo, tu personalidad arrolladora y tu egocentrismo monumental pueden más que todo y estás (ahora sí) dispuesto a cagarte en todos, a hacerse que se traguen cada una de sus palabras, cada palabra de esa mierda que alguna vez te soltaron. Y tú al final te ríes en tus laureles, dichoso, diva de cuadra pero diva al fin y al cabo, unaesmasautenticacuantomassepareceasimisma y todo ese rollo almodovariano de travestis feos y vestidos imposibles.

Después de haber escrito más de mil páginas con mucho ego y poca desahuevina, en cuanto menos lo esperas, lo haz perdido. Ya eres felíz, ya lo lograste, ya no tienes NADA qué demostarle a nadie, ya sabes que eres lo máximo y que hagas lo que hagas igual lo harás bien. Y es entonces cuando te sientas frente al monitor y por primera vez, no tienes ganas de escribir. Te pasan muchas cosas, sí, pero no tienes (o no sabes) cómo relatarlas. Echas mano de tu esnobismo presbiteriano, sacas tus novelas de Jacqueline Susann o de Jeffrey Eugenides, hasta te inspiras con la China Tudela, y sin embargo NADA es lo mismo.

La gran diferencia es que ya no te importa. Es lo mínimo. Que te pase un camión por encima. Si ya no quieres escribir pues no lo hagas, total, el talento sigue ahí, no te lo pueden usufructuar o absorver como una abducción interespacial. Que se vayan a la mierda todos porque has decidido dejar de lado lo que antes te hacía falta. Y cuanto menos lo esperas, cuando ya habías tomado la decisión de dejarlo todo y no dar aviso a nadie, cuando habías decidido no postear por lo menos hasta dentro de un mes, justo en ese momento, a menos de una semana, quieres escribir y acabas escribiendo una cagada de post.

Posteado por Cyan a las 2:41 p. m.
 
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