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Voy a perder el miedo
miércoles, diciembre 28, 2005 |
El sábado en la noche ocurrió un malentendido. Debido a que terceras personas se fueron de boca, Billy se enteró que mi verdadero estado de salud difería mucho del que yo le pintaba, inclusive de la forma en que lo había dismulado en el blog. Y la verdad era que nunca estuve peor. El viernes en la noche me dio por matarme.
Hasta la fecha se me hace muy difícil entender que lo nuestro acabó, o que no habrá segunda parte, como dice la canción de Mecano. En cierta forma entendía que lo mejor era estar separados, que la relación no daba para más, que las constantes peleas y la falta de voluntad de ambos habían opacado nuestros sentimientos y nuestras ganas de seguir. Dicen que cuando una relación se acaba, ambas partes tienen la culpa, pero en este caso, la culpa recae mayormente en mí.
Claro que era humanamente imposible soportar todo lo que Billy aguantó. Estar al lado de una persona inestable, en extremo celosa, opresiva, absorvente y desequilibrada como yo no es materia feliz para nadie, pero él se quedaba. Se quedaba y advertía que algún día su amor se terminaría. En los últimos meses gozábamos de una felicidad de la boca para afuera, de pequeños remedios caseros, de mimos sin sustancia, cuando bien sabíamos que todo se iba derrumbando. En las últimas semanas él me dijo que había dejado de sentir lo mismo. Eso es comprensible, no toda la vida prevalece la magia de los primeros meses. No obstante, yo tuve la culpa que aquél amor que él me profesaba incondicionalmente, llegara a su fin.
Y el sentimiento de culpa es muy, muy grande. Tampoco debo echármela toda: su falta de disposición y de ganas era bastante palpable. No podía poner todo el peso de ambos en sus pequeños hombros. No podía ser él quien recogiera mis pedazos cada vez que me derrumbaba. Por eso, cuando se acabó, tampoco había nada qué reprochar, no había nada más que decir, ni que hacer. Se acabó y punto. Y ahí quedaba una larga estela de momentos, de vivencias, de canciones, de películas y de lugares que conformaron nuestra historia, nuestros ocho meses y medio juntos.
Tampoco iba a quedarme de brazos cruzados, y mucho menos una persona terca como yo. La relación se había acabado en el momento en que recién me daba cuenta de las cosas, cuando caí en cuenta de mis errores. Y para cualquiera, el separarse de alguien que todavía se ama es triste y patético a la vez. La llama del amor permanecía encendida en mi corazón. Había estado tranquilo, sí, y había asimilado todo lo que signficaba volver a empezar mi vida sin él, como relaté en posts anteriores, pero el viernes, al intentar relajarme escuchando un CD de Nicole, descubrí en su interior un CD que Billy había insertado, quizás olvidándose de que estaba allí, y que decía "Emepetrés para finales - Junio 2005".
En ese momento me asaltó una convulsión. Recordé toda aquella época, nuestro segundo mes juntos, la magia del descubrimiento, de lo nuevo, de la melcocha y los algodones de caramelo. Sí, estábamos mejor que nunca. El reparar en la inscripción echa con el plumón indeleble sobre el CD fue un eterno flashback hacia sus pequeños dedos al coger el lápiz, sus uñas inmaculadas, sus manos de cielo, la textura de su piel, el olor de la misma. Me derrumbé. Estuve llorando sin parar hasta la medianoche, tirado sobre el incómodo parquet de mi habitación.
El sábado las cosas no mejoraron. Intenté tener una encuentro con él para plantearle la idea de regresar, y fracasé en el intento. No quería verme, le dolía verme. Y me dolió más a mi guardar en el closet la pancarta hecha en cartulina blanca, en la cual había escrito con plumón TO ME, YOU ARE PERFECT, como en la película "Love Actually", y que había planeado enseñarle de lejos para ablandar su pequeño corazón. Hacia la tarde, en una conversación por MSN, me dio un no definitivo. No regresaría conmigo. Su amor por mí había acabado hacía meses atrás, y lo que quedó fue una larga estela de intentos, sin éxito, de salvar una relación que se venía en picada.
El ser consciente de que había dejado de amarme (y recién enterarme) causó un cataclismo en mi cuerpo. ¿Es que ya nunca sería capaz de volver con él, de tener una segunda parte? Debido al malentendido, se molestó conmigo y empezó a decirme cosas feas. Que él podía conocer y salir con quien le daba la gana, porque él ya no estaba con nadie. Que yo no tenía por qué ponerme celoso de todos los chicos o los amigos con los que él salía. ¿Es que era capaz de hablarme así, de ser cruel conmigo, después de todo lo que vivimos? Esas palabras me hirieron, me dejaron hemorragias internas. "Olvidate de mí" me dijo en tono furibundo, visiblemente molesto, y yo quise morirme.
A pesar de todo lo seguía amando. No podía avistar un futuro sin él, no podía quedarme sin su amor, sin esa fuerza que ya había dejado de sentir. Estuve llorando desde las cuatro de la tarde, pero después empecé a temblar. Mi corazón se puso a mil. Pensé que me iba a dar un paro cardíaco, me asusté. Sentí nauseas y vomité sobre la ropa. Las convulsiones no cesaron. Me puse a gritar, a gritar muy fuerte, hasta que mi padre y mi abuela llegaron al filo de mi cama, con los ojos desencajados. Mi padre me cargó en peso y me llevó hasta la calle. Mi abuela, detrás, lloraba y decía que iba a morirse también. No pasaba ni un sólo taxi. Faltaban cuarenta minutos para la Nochebuena y estábamos esperando un milagro. Cuando vomité por segunda vez en sus brazos, presa de convulsiones, vi llorar a mi padre por primera vez. Quizás en el fondo él también me quería, y quizás nunca había tenido el valor de demostrármelo.
Gracias al milagro navideño de un taxi bueno, bonito y barato que pasó por obra y gracia divina (así suele explicarlo mi abuela), pude llegar a la clínica de la Av. Constructores, donde tras pasar la puerta de Emergencia, recibimos la Navidad junto a doctores, enfermeras y pacientes noctámbulos. Tras calmarme, me dieron Alprazolam 0.5mg y me mandaron de regreso a casa. Tomé luego un Diazepam y concilié el sueño, casi cerca de las dos de la mañana, muriéndome de amor, pensando en Billy con todo el cuerpo, y escuchando el ruido de los platos en los cuales mi padre y mi abuela, ya tranquilos, degustaban el pavo frío y el chocolate con nata que no pudieron tomar a las doce.
Y bueno, fue allí donde comprendí que necesitaba ayuda médica, una vez más. Ya les iré contando. |
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